El Círculo y San Fernando.-

Ayer me invitaron a un pequeño concierto en el Círculo de Bellas Artes de ésta, la ciudad que aparentemente me vió nacer. 
Me animé con el cochecito de San Fernando y llegué desde mi casa hasta la puerta, muy satisfecha, con mi chaquetita negra de cuero, mi pañuelito de seda natural estampado en amarillo fosforito, mis zapatitos de charol bajitos y mi musiquita vespertina.
Me crucé con personas altas y bajas, hombres y mujeres (en apariencia, digo, claro), perros y amos (sorry, progenitores), perras y amas (perdón, progenitoras), perres y ames (excuse me, progenitoros), jovencitas con camisetas de la Cruz Roja incomodando con sonrisas y cuestaciones a los transeúntes, corredores sudorosos, corredoras elegantes, ancianos con bastón, ancianas en silla de rueda, repartidores en bicicleta, jóvenes en patinete eléctrico, y todas las combinaciones simples posibles de elementos tomados de dos en dos. Curiosamente no había cochecitos con niños o niñas, me sorprendió. No enumero el sinfín de modelos de transporte a cuatro ruedas, grandes, pequeños, privados, públicos,… La tarde, agradable en temperatura y luz, se prestaba amorosamente al despliegue multitudinario. Paseé por las aceras (procuro prescindir de El Retiro en estos casos; cuando se encuentra tan concurrido deja de ser mío y me saca de quicio) y desde O‘donnell descendí hasta la confluencia con Alcalá para alcanzar la Puerta en lo que me pareció el tiempo que tarda en cantarse una canción de los Pitufos. Tropecientas personas se fotografiaban con los famosos arcos y los tulipanes que han crecido este año; Volendam en Madrid, pero sin maderitas, banderas, zuecos ni canales. 
En el semáforo me emocioné recordando cómo disfracé de piratas (¡venturosa ilusión!) a toda mi familia en una comida de un conocido restaurante durante una onomástica.
Antes de lo que siempre fué el edificio de Correos para mí, me tropecé con las escaleras de otro en el que me actualicé repetidamente con cursos de radiología, incluso con traducción simultánea que no necesité. Y ALLÍ ESTABA LA DIOSA, ninguneándome con su espalda, elegante, distante y a sus cosas y sus leones.
En la puerta lateral del Círculo dos filas, una para la terraza, otra para el evento. Paciente espera. Entramos. Tres individuos claramente extranjeros, altos, rubios, guapetones, con camisas de diseño impolutas moviendo compulsivamente los dedos de sus manos. (¡Ah!, estos aún son los "flyers" del siglo xx). Subo los dos pisos y me falta la respiración (disnea, se llama. ¡Vaya!, ¡qué cosas!, ¡con lo feliz que he venido a mi ritmo!, ¡estoy algo mayor!). ¿Las entradas?, en el móvil con su QR, zona A. “Síganme”. El Círculo parece la pirámide de Keops algo actualizada y ni Beethoven ni Wagner pero cuando empieza el góspel (bien entonado y alegre, aunque con acentillo algo macarrónico) tengo la sensación de encontrarme en las catacumbas de Palermo, con sus capuchinos y sus momias, mientras me sorprendo al observar y escuchar cómo aplauden y silban estruendosamente los asistentes. Desciendo las escaleras estilo Catalina en Pushkin y al salir me cruzo con dos coches de la Guardia Civil. “¡Anda!, ¡si no se les suele ver por el centro!”. “Sí, es que se encargan de proteger aquel edificio”, indica mi acompañante, muy entendido. San Fernando nos lleva de nuevo a un coqueto restaurante francés a través de calles muy limpias y vacías y allí me dejo aleccionar en el vino, aunque la pastela de cordero, muy muy árabe y muy muy sabrosa, la elijo yo. Pago con dinero para variar (invito sin alevosía aunque con nocturnidad) y regreso en taxi desde Atocha. “Poco ambiente, hoy”. “Va por zonas” (el conductor intenta atronarme con otro concierto muy rockero desde su radio que hace juego con mi chaqueta). “¿Es usted de Madrid?”. “Sí” (extrañado). “¿De qué parte?”. “De Alcobendas” (inquieto). “Pues usted disculpe, pero eso muy Madrid no es”. Como noto que se ofende me callo y escucho la música, batería profunda, bien elaborada y contundente. Entro en casa, Dante me saluda flojito, “Miau, miau”. “¡Hola, corazón!”. Me lavo enérgicamente los dientes, me pongo el pijama y, por primera vez en meses, duermo largo y tendido. Y así, mágicamente, he regresado del pasado al presente, y de éste de nuevo al pasado. ¿Cuándo regresaré al futuro?. 




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