Mis botines y yo.-

Notable la sobreelevación de mis megabotines de diseño, toda mona, sola y algo excesiva (corta, muy corta) para aquella cena de Navidad del Servicio de Medicina Nuclear y una servidora radióloga en un local conocido, sencillo y acorde con los gustos mil de aquel grupito también muy femenino, aunque no al cien por cien, heterogéneo tanto en sintaxis como en semántica. Y sí, yo dando la nota, a ratos un Fa sostenido algo contundente y en ocasiones un La corpulento y dicharachero. Y decido que necesito empolvarme la nariz en soledad, y cruzo con precaución (telefonito en mano y bolsito al hombro) toda la segunda planta entre mesas y grupos mixtos de personas riendo y charlando a voces, bajo un piso y pregunto y me indican que aún más abajo. Oscuro aunque alegre introduzco mi botín por un hueco chiquitito de la escalera y mi tacón izquierdo de multitropecientos treinta y trun centímetros pierde su conexión con el resto del zapato y quédase clavado y erguido sobre el tercer o cuarto escalón antes del aseo de señoras, y yo lo miro y lo remiro con un contundente “¡pero si no hemos terminado ni el primer plato!. ¡Vaya nochecita de copas y bailoteo que me espera!”. 

El aseo es la excusa para llamar a casa y comprobar que mi enana ha cenado y sonríe para dormir, y regreso cojita (“desde pequeñita me quedé, me quedé, algo resentida de este pie, de este pie, disimular que soy una cojita, disimular lo disimulo bien, ¡ay, ay, que te doy un puntapié!”) y, muy afortunada, debo atravesar una maraña de unas veinte o treinta personas, que resultan ser todas de patucos azules y unos cuarenta tacos, amigos de la infancia y temporalmente asilvestrados, con mi linda faldita, mi movimiento renqueante y mi chulería innata. Y otro sí, de esta guisa, incluso divorciada y con bastantes años, se liga un montón. “¡Morena!, que te desparramas!”, “rubia, apóyate en mi hombro!”, “¡así, así, así gana el Madrid!”, “¿te subo a la sillita de la reina?”,… Lo reconozco, enrojecida, satisfecha de mí misma por encontrarme aún a gusto de buitreo multitudinario y algo sudorosa regreso a mi silla auténtica, y aún empeora cuando un camarero con acento marcado (húngaro o búlgaro) extiende su mano derecha para que le entregue mi zapato y su tacón, “yo arreglo tu zapato con pegamento”. “NO, NO, NO”, “SÍ, SÍ, SÍ”. 
Y al final es SÍ. Y las ‘comensalas’ (y comensales) se ríen de mí y conmigo, y yo la noche entera y verdadera sin bailar, haciendo equilibrios “flamenco style”, de puntillitas y encajes, con mi gin-tonic simple, de los de toda la vida, de los que se preparan y se sirven en medio minuto y no necesitan elaboraciones pre y postconcepcionales. 

Bajo del taxi zapatos en mano, descalza sobre la fría acera de la entrada del portal, procurando no pisar nada lo suficientemente duro o blando para mis plantas, a la vez que el hijo de un vecino desciende del búho, chistoso y muy empanado.
Desde ese día, cuando salgo de fiesta, siempre llevo en el coche, además de un par de medias de repuesto, unas bailarinas negras por si las moscas volantes gigantes deciden volverme a atacar.






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