Dulce Edelio

Edelio, amigo, te extraño. Lo digo sin tapujos. Hoy amaneció muy oscuro y, aunque mis planes no consistían en remolonear peleándome con la hora y ocultarme a ratos entre las sábanas y el edredón de algodón, así lo hice para terminar duchándome en dos minutos, desayunarme un café solo y dos pastitas de jengibre en tres, vestirme con el traje de chaqueta cruzada y pantalón gris en cinco y, sin pintarme ni los labios, correr hacia Praed Street para coger en Paddington la Circle Line a las 7:19 hasta King’s Cross St. Pancras y desde allí volar con la carpeta de dibujo estampada bajo el brazo y la sana intención de alcanzar el tren de las 7:37 a.m. hacia Canterbury.
8:30 a.m., ni un minuto más ni uno menos. Ni campanillas de ciudad ni campanas de catedral en escala de siete, y además tú no me esperas en la estación haciendo malabares con dos vasos de chocolate humeante en tu mano izquierda y “The Spectator” en la derecha mientras te burlas de mí bromeando con pesadez numérica y haciendo alarde de ese preciosismo y esa causticidad tan tuyos, copia del más puro estilo británico de la “city”.

No sé. Las palabras se me escapan y las ideas se fugan sin motivo aparente. Alterno entre verborrea mental y tosquedad de pensamiento mientras admiro la fría belleza de la ciudad en Octubre. Sus calles empedradas, sus tabernas, sus pintas de cerveza, sus fantasmas y sus cuentos. 
Una mujer pelirroja de nariz chata y unos venticinco años que porta sombrero negro de ala ancha y manguitos gastados está sacando un arpa pequeña de su funda. ¿Acaso la trovadora de Bath?, ¿o quizás una bruja de Pendle Hill?. Ocupa mi atención unos minutos. Habla sola y gesticula, o se comunica estruendosamente con su arpa, o tan sólo lleva auriculares y únicamente abronca al novio desde su “teléfono inteligente”.
Lo morboso de la imaginación observacional es que no tiene límites físicos. Un cuervo negro enorme merodea por la zona. Ya dispongo de varios estereotipos para inventarme una historia del lugar. 

Me detengo ante un portal moderno de Orange Street que desentona. En el ventanal de la primera planta puede leerse Wright & Sons. Vendo dos de mis cuadros, aquella pareja de motivos florales entremezclados con figuras geométricas que Juana Mordó observó con curiosidad hace muchos años mientras yo pintaba en el chalet de mis abuelos y ella bebía un gin-tonic charlando alegremente con mi abuela, que sostenía una copa de cava con aires de sofisticación fumando de su Rattray’s y endulzando el ambiente con colores muy ocre ostensiblemente masculinos.
Húmeda nostalgia. Inspiro profundamente. Hace tiempo que ya nunca huele a leña.




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