Dos minutos escasos.-

Conducía de regreso a casa mi viejo Insignia (que por aquel entonces aún no había alcanzado su madurez de edad) una tarde de Jueves humedecida tempranamente tras un corto y cantarín chaparrón primaveral, inesperado tanto en tiempo como en espacio. Llevaba mi ventanilla bajada para respirar la atmósfera aparentemente limpia, siempre procurando mantener el olfato en alerta, intentando afanosa e infructuosamente recuperar aquella alegre, antigua, placentera y archiconocida sensación de libertad corporal progresiva que fluía desde el cráneo hasta los tobillos cuando percibía en profundidad la mezcla coloreada de olores a campo, a verde, a hierro, a comienzo, a tierra,.. Aromas densamente fuertes y contundentes a la par que cortos y simples.

La velocidad estaba limitada a cincuenta kilómetros por hora, lo que facilitaba en gran medida la observación reiterada del paisaje cercano. Ascendí la avenida bien peraltada bordeada de casas modernas y chalets de arquitecturas rocambolescas, excesivas para el lugar. En el descenso un semáforo doble, el primero en ámbar el segundo rojo rojísimo, rutilante, me obligó a detenerme en seco, con cierta brusquedad inesperada que rompió durante un segundo mi armonía filosófica. Miré por la ventanilla del copiloto mientras la bajaba utilizando un único dedo simultaneado con mi curiosidad sensorial, como si de un resorte automático se tratara. Y allí estaba, mirándome chistoso… Un ratoncito de campo de color indescriptible que descendía serpenteando, como dando pequeños saltitos, entre dos de las casas por una zona de tierra sin asfaltar. 
En un instante muy corto alargado por la exclusividad del momento descendió hasta el borde de la calzada, a escaso metro y medio de la puerta de mi coche y se detuvo a observarme. Movió los bigotes varias veces preguntándome cosas —“¿Qué haces parada?, ¿por qué me miras?, ¿no deberías estar circulando?, ¿te has perdido?, ¿me cantas una canción?,…”— Todo eso me dijo el animalito de corrido, y tan sólo un minuto y medio después embragué para meter la primera marcha y apreté con suavidad el acelerador pensando en continuar mi camino sin asustarlo mientras el roedor se daba la vuelta para regresar por donde había venido ahora algo más apresurado. —“¡Adiós, chiquitujo!. ¡Hasta más ver!”—, —“¡adiós, grandota!”—, me contestó.

Sonreí, —“es mi regalo de hoy”—, pensé. Y ya disfruté con la idea de relatárselo a mi hija, aún pequeña, al llegar a casa, aderezado todo de adjetivos, gestos y sonidos, a modo de cuento infantil. Y así fué nada más introducir la llave en el bombín de mi puerta, pintada de verde muy hoja, y oirla correr escandalosamente desde su habitación para saludarme. Ella me escuchó entonces con muchísimo interés mirándome con sus preciosos e ingenuos ojazos agitanados para cuestionarse preocupada si es que la lluvia le podía haber inundado su madriguera, si era un bebé perdido sin madre, si podía correr peligro y ser atropellado, si sabía si era pariente de la Ratita Presumida o amigo de los ratones de Cenicienta. Y terminó recriminándome que no me hubiera bajado para cerciorarme de que se quedaba a salvo. Me disculpé con excusas sobre el tráfico.

Sí, aquellos dos minutos escasos fueron el obsequio perfecto para recobrar y perfumar mi paz interior y poderla compartir.







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