Tabas y Tebas.-

Gran sabedor y consciente de sus magias Akhou respiró profundamente. Con el paso de los años sus prácticas mánticas le habían conferido la capacidad de localizar y controlar a sus enemigos en la distancia. Concentrado en adivinar el futuro inmediato empleó sus recursos físicos más básicos para adquirir estabilidad visual en la penumbra, mientras entornaba los ojos cerrando ligeramente los párpados para dulcificar su expresión. “Dos tabas al aire recogiendo una del suelo y esto está terminado. Hay moscas debajo, cientos. Si fuera capaz de dirigirlas hacia aquella esquina, donde el roble, de un manotazo… Mi cuerpo es mi único bastión. Cojeo ligeramente”. Lo complicado era resolver la crisis colectiva sin perder un ápice de compostura que dejase entrever la vulnerabilidad real de todo ser humano y sin culpabilizar a la masa por su actitud tan sorprendentemente infantil.

A la derecha una pequeña codorniz picoteaba el suelo y lo distrajo de su labor durante medio segundo. A punto estuvo de verse sorprendido por la bella presencia del animalito en aquel lugar tan incómodo, tan artificial, tan diferente de su hogar natal. Con agilidad descomunal consiguió encaramarse al árbol centenario y desde la copa, buen pastor de sus ovejas, silbó con contundencia. Athos y Blanquita acudieron veloces ladrando y el rebaño transformó su perímetro varias veces dibujándolo sobre la falda de la colina para quedarse algo más a cubierto de la tormenta eléctrica, que ya se insinuaba a menos de un kilómetro.

Olía a fresca y a tierra y, aunque estaba seguro de que se había equivocado de dehesa en su recorrido, observó orgulloso a sus perros, ni Lázaros ni Apuleyos, tan sólo Roberto Alcázar y Pedrín, que parecían recitarle un salmo apócrifo a lo lejos con sus gruñidos: “Si tú me ves yo te miro, te veo y te vas de Tebas”. 







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