Panegírico de Gregorio y el lobo para un Domingo cualquiera.-

Oigo rezar las letanías:

- Estrella de la mañana.
- Rogad por nosotros.
- Salud de los enfermos.
- Rogad por nosotros.
- Refugio de los pecadores.
- Rogad por nosotros…

Y mi primer pensamiento se centra en si hoy me he muerto y oran por mí. Durante unos treinta segundos me imagino lo peor y después abro los ojos para comprobar aliviada que se trata de mi vecina de habitación, con demencia evolucionada, que ha tenido la feliz idea de asustarme así. Ayer me dormí muy enferma y muy consciente y hoy me despierto igual, con ascitis, derrame pleural bilateral y derrame pericárdico, entre otras muchas cosas. Mi madre, ojerosa, me sonríe: “¿Quieres desayunar?”. Y asiento, sin ganas, para tranquilizarla. Mi cuerpo ya no es mío, es de los médicos y enfermeros y mi sonrisa se siente algo embotada en su “facies de luna llena”. Soy propietaria de mis neuronas de momento, no sé por cuánto tiempo.
Del Martes al Miércoles tengo diez kilogramos de sobrepeso por retención de líquidos, y el imbécil del residente que me explora opina que probablemente me mantenga así. Mis expectativas vitales han cambiado en menos de venticuatro horas. Mi único objetivo hoy es permanecer en este mundo. 

Me pinchan para hidratarme, analizarme y biopsiarme y las noches se hacen largas mientras me entretiene Germán de Argumosa hablando sobre templarios o parafonías. Y sueño con los fantasmas hospitalarios y los palacetes británicos embrujados. Y así transcurren las semanas. Me visitan conocidos y amigos, algunos excesivamente sufrientes para conmigo y otros poderosamente patentes en su demostración de bienestar personal. Y percibo cierta obligatoriedad en la compañía y necesidad de autoafirmación, y me sorprende una vez más la crudeza de unos ante la vulnerabilidad de éstos. No me afecta mucho, la verdad. “El hombre es un lobo para el hombre”. O en mi caso “Algunos hombres y mujeres son lobos para la mujer lúpica”. Y yo misma me río de mi ocurrencia: Va de lobos la cosa, pero me regalan osos de peluche de muchos colores, libros, pastitas y chocolate. 

Una mañana regreso a casa. No tengo fuerza para elevar los brazos. Mi madre me ducha y me lava el pelo. Me relaja con el secador y el cepillo redondo. En pocos días se irá cayendo. Quién sabe si lo perderé todo o en parte con la quimioterapia. Lloro a solas y me pauso. He regresado a mi espacio natural artificiosamente maltratado. Como y ceno de primero carne y de segundo pescado o viceversa, todo sin sal, y tengo la sensación de que mi intestino absorbe los nutrientes con avidez. Las proteínas en sangre se van a equilibrar sí o sí, de eso se encarga mi madre, y no tienen idea de con quién se la gastan.
Un día me permiten darme un garbeo, sin andar, sin beber, sin trasnochar… Un café descafeinado con leche y un croissant a la plancha y Amparo Rivelles me parece una diosa con su Abanico de Lady Windermere. Durante unas pocas horas he recuperado una pequeña parcela de libertad. Mi Regreso al Futuro resulta complicado, el Delorian que ha llegado funciona sólo con limonada y aún no se permite el uso de coches eléctricos en la capital. Escondo las guitarras para no sufrir más de la cuenta. No tengo fuerza para apretar las cuerdas. Agarro mi Felson y estudio el signo de la silueta, que dice que en una radiografía la patología borra el contorno de aquello con lo que está en contacto. Por eso no me veo, porque el lobito en cuestión me ha borrado los montes de mi mapa, con suerte borra también las concupiscencias secretas de mi alma, como dice la canción.
Sólo son recuerdos, nada más, o eso creo. 







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