Esta Biblioteca.-

Estanterías austeras y miles de libros perfectamente ordenados por gustos y disciplinas. Aquí los de historia de la filosofía, allí los clásicos de teología, en el centro algunos de generalidades sobre la teoría económica, el conocimiento, la razón, las letras, la estadística, el positivismo, la lógica, los sentimientos, la bolsa, la sociedad, el yo, la creatividad, la música, el cerebro,… 
En este despacho no veo ninguna novela, ni tan siquiera histórica, casi todo son manuales o ensayos. Como siento curiosidad y ausencia entremezcladas siempre que llego a mi antigua casa familiar selecciono al azar, manoseo lomos, hojeo párrafos subrayados, tarjetones dispuestos en capítulos concretos, portadas sobrias, impresiones sencillas. Toda una biblioteca de trabajo estructurada tal y como como era mi padre, y me encandila. Y recuerdo cómo me transmitió desde el primer instante su amor y respeto por las hojas, cómo debían ser acariciadas, con tacto limpio y exquisito, y también cómo estaba permitido escribir apuntes al margen y subrayar lo interesante o lo importante porque eso nunca significaba estropear nada, al contrario, confería a la pieza una serie de valores sobreañadidos: El de pertenencia, el de exclusividad, el de inversión de tiempo. “Este texto ya es tuyo, pon tu nombre, pinta tu ex-libris y escribe la fecha de hoy”. Y luego el comentario de quien conoce al dedillo sus cosas: “¡Vaya!, ya me han cambiado este o aquel título de lugar al limpiar”.

Lo cierto es que estos libros, lo sé, echan de menos a mi padre tanto o más que yo, porque ya nadie los observa ni desgrana con idéntica agilidad, nadie juega con ellos a diario, nadie los mira con aquel respeto y aquella empatía que recuerdo, nadie los socializa en frases, descripciones o verbos concretos y nadie los castiga en su soberbia prepotente. Porque las bibliotecas son espacios cálidos repletos de minutos de vida y notas musicales que respiran autónomamente hasta que dejan de utilizarse con frecuencia y comienzan a perder su intensidad, su tono y su timbre, pareciéndose a las de los palacios reales o los castillos, que brillan pulcramente pero esconden profundamente sus secretos, asemejándose a un gran piano afónico que aunque se afina periódicamente nadie se atreve a tocar.

Me gustan y yo les gusto a ellos, lo percibo, por eso me divierte trastear. Y mi padre, donde esté, se estará revolviendo y protestará ”¿puede saberse a qué juegas con mis libros?”. “A nada, papá, me divierto con ellos. Ya sabes que soy una pirata”. “No, hija, tú lo que eres es una merluza”. “¿En salsa verde, con almejas o a la plancha?”. “Fresca, una merluza fresca”. “Sí, y tú un perro pachón”. La Rebelión de las Masas me ha guiñado un ojo distante. Ortega siempre fué Ortega. Y aquí paz y después gloria.







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