Friquilandia.-

He buscado una pequeña mesa supletoria y la he colocado en el salón de la casa de mis padres, lindando con la enorme librería repleta de arte y arquitectura, justo a la vera de un tomo enorme de Picasso (cuyas páginas he recorrido cientos de veces desde mi infancia), de una gallina de cristal que juega al mus y de una pequeña góndola de plata. Allí me he instalado con un portátil prestado, cercana a la wifi, dispuesta a ponerme al día de los estudios de resonancia magnética y TAC que tengo pendientes de informar. Hombros, tobillos, cráneos, mamas, dedos, aortas, hígados, órbitas, columnas, … Todos han pasado por mi análisis ocular sin rechistar mientras yo recordaba poco a poco, a lo largo de las horas, el placer del trabajo realizado con gusto, con variedad, con interés, con esmero y con dedicación, alternando con tiempo de estudio de aquellas patologías menos habituales y que exigen actualizarse con cierta periodicidad. Y he sido feliz, tonta y estúpidamente feliz, sin descansar absolutamente nada; más que paseando por El Retiro, más que picoteando en una de las miles de terrazas madrileñas, más que en la sesión continua del antiguo cine Roma, aunque ¡eso sí!, de manera similar a cuando me encierro para cantar, componer o tocar la guitarra (“más que yo y cuantos me oigan, más que las cosas que tratan, más que lo que ellas relatan mis cantos han de durar”).

Y ahora, que he procedido a analizarlo todo con frialdad, creo que sufro de “traumatismo intelectual postestrés en grado severo” mezclado con una especie de “anhedonia social galopante” y algo de “fobia al atocinamiento otoñal”, porque muy normal no parece, digo yo, pasarlo bien revisando la anatomía normal y enferma de un montón de desconocidos un domingo lluvioso de Octubre.
Después lo he comprendido todo: Han sido los libros de toda la vida los que me han vigilado con escasa distancia desde sus habitáculos infundiéndome ánimo, confianza y paz en el ambiente conocido de siempre que me ha permitido volver a cambiar la perspectiva enferma de la realidad actual para darle la vuelta al calcetín. O bien se lo debo a mi madre, sentada en el sillón del cuarto de estar leyendo el periódico y observándome cada poco de refilón, o quizás a mi padre desde algún lugar recóndito mientras charlaba con Sorolla, o Miguel Ángel o Bruegel el Viejo o Leonardo Boff, hoy aquí despistado en lugar de en el despacho, que es donde debería reposar, a la diestra de Zubiri, ¡quién sabe por qué!.
Aprendí a gestionar mi tiempo muy pronto, más bien a optimizarlo, y hoy lo he recordado con aquella pulcritud tan particular. Ni más ni menos. ¡Gracias! a quien corresponda.





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