Fatma y yo.-

1983, verano en los Estados Unidos de América, alojada en una universidad a cincuenta minutos en autobús de la ciudad de Nueva York. Unas semanas repletas de anécdotas desde el minuto cero para mi hermano, un amigo y yo misma, conociendo jóvenes de todo el mundo con edades comprendidas entre los dieciséis y los veinticinco. Maquinita del café a media  mañana, charla circunstancial con un chaval educadísimo originario de Arabia Saudita. Fluidez y repetición diaria. Sorpresa ante la oferta. “¿Le gustaría a usted acompañarme un día para visitar a mi hermana?” (acento marcado en un castellano extraño mezclado con inglés). Y acepté curiosa.

El edificio de lujo se encuentra muy vigilado por personal uniformado y cámaras de seguridad. Muestro mi pasaporte y nos dejan alcanzar los ascensores. Se abren las puertas y estamos ya en un apartamento enorme con grandes ventanales en el centro de Manhattan. Ella (llamémosla Fatma) es preciosa, de cutis impoluto, cubierta la cabeza con shayla, vestida con seda de colores claros y estampados sencillos. Sus manos son largas y expresivas, sus ojos enormes, su sonrisa descomunal.  Me estrecha la mano y me sorprende con un abrazo. “Mi hermano me ha hablado maravillas de ti. Gracias por venir. Me aburro mucho. Me ha permitido vestirme de colores para recibirte. Me hace ilusión. Sólo puedo salir para ir a clase, de oscuro y acompañada. Estudio Biología”. 

La pseudocárcel de cinco estrellas resulta confortable. Hace frío incluso. Té rojo y pastitas con ajonjolí que me recuerdan mucho a los hojaldritos de Guarromán. Charla muy animada sobre cualquier cosa: La familia, la ciudad, España, la comida, el futuro… El hermano lee un periódico en árabe sentado en un sillón orejero algo distante. De vez en cuando levanta la vista y sonríe. El tiempo se acelera y transcurren un par de horas que parecen minutos.
“Me gusta tu pelo liso”. Enseño mis dientes sin pudor y me pregunto cómo será el suyo. Él hace un gesto y ella se amohína. Debo marcharme. Lo noto. “Te acompaño hasta la parada. ¡Vamos!. ¡Que no se haga tarde!”. “Vuelve otro día”, dice Fatma agarrándome una mano entre las suyas.
“Tiene suerte mi hermana. Mis padres la han dejado venir a estudiar aquí. Son muy modernos. Mil gracias por la compañía”.

No volví jamás. No hubo ocasión. Aquella excepción la interpreto ahora como un acto de confianza descomunal para conmigo. Cuando algunos años después leí “De Parte de la Princesa Muerta” de Kenicé Mourad la recordé con respeto, más aún porque me sirvió como entretenimiento imaginativo nocturno durante mi largo ingreso hospitalario en el Marañón al debutar mi lupus. No creo que mi joven princesa haya vivido nunca de la biología. Tampoco creo que lo haya necesitado.

2021. En Afganistán dejarán de estudiar carrera universitaria muchas mujeres con idéntica edad a la que tenía Fatma cuando yo la conocí, aunque nunca vivirán en jaulas de oro como ella. 
“La mujer reza atrás para que el hombre no se despiste con sus encantos”. Con esa explicación sonriente y un par de versos de El Corán terminó mi primera visita a la Mezquita Azul en aquel viaje en el que mi padre no soltó mi mano adolescente nada más que a la puerta del servicio de señoras y para dejarme estrenar una larguísima flauta de madera que compramos en el Gran Bazar de Estambul. 
Los mercados de especias me apasionan. Se encuentran repletos de la magia de los polvos de la Madre Celestina con los que en mi casa se presentaban siempre los trucos en público.




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