Lo grotesco.-

Acaso pretendiendo controlar la penumbra, la brisa bailó con las cortinas del balcón mientras Mosia se sonreía en el espejo de la entrada. Jugaba con sus gestos, imitándose a sí misma, evitando en múltiples ocasiones percibir sus detalles para no asustarse, aunque con cada movimiento era más y más consciente de su vulnerabilidad, de sus pupilas ausentes, de su ropa ajada, de su falta de equilibrio, de sus arrugas y de sus miedos, que se posaban silenciosamente sobre el alféizar, jugueteando con la piedra. La noche se insinuaba provocativa con descaro y cuando sonó el timbre de la puerta principal imaginó mil aventuras sexuales que ya nunca jamás protagonizaría como antaño. Abrió ilusionada sorprendiéndose al descubrir en el rellano al hijo adolescente del vecino del primero. “¡Señora, escurre agua por la pared de la cocina!”. La magia había desaparecido en medio segundo. Descalza se arrodilló para buscar en el mueble de debajo de la pila la llave de paso con el fin de cerrarla. “Si no se detiene habrá que llamar a las urgencias del seguro a estas horas”. “En un rato subo y le cuento”. El chaval la ayudó a levantarse.
Las cosas habían tomado un cariz simplón y vulgar y su imaginación se había dormido profundamente una vez más. Escuchó el ruido del camión de la basura vaciando los cubos y recordó aquel día en Campoamor, cuando Carla, con tres o cuatro copas de más, comenzó a llamar desde el piso trece “enrollaos” a gritos a los basureros del barrio.

La farola de la calle iluminaba un único perfil de la escultura de madera del salón, y la maternidad adoptaba formas extrañas, nada placenteras.
Sintió frío en los dedos de los pies y se calzó las zapatillas rosas, cómodas, aunque algo desgastadas. Se miró de nuevo en el espejo con reparo, aunque en esta ocasión se aceptó algo mejor. El salto de cama era elegante y el tinte reciente del pelo la hacía parecer más joven. No obstante, las ojeras se le antojaron descomunales y los labios marchitos. Esa búsqueda permanente de la perfección en el detalle resultaba estresante a más no poder. Ajustó la tela apretando a la altura del pecho con su mano izquierda , mientras con la derecha se atusaba el flequillo. ¿Qué sentido tenía gustarse si a nadie había de gustar?. 

Al acercarse a la habitación, arrastrando ligeramente los pies, se fijó en su reflejo de nuevo, esta vez en el del espejo del cuarto de baño, y se encontró ensanchada a la altura de la cadera, claramente deformada, la nariz enorme en su extremo y las orejas alargadas por el uso durante años de pendientes pesados. ¿Dónde y cuándo se había perdido su sonrisa, aquella tan dulce y salvaje que movía cielos y tierras a su alrededor?. Sintió un escalofrío. Parecía un fantasma de su infancia, su bisabuela, quizás; la imagen se proyectó en su corteza occipital toda vestida de negro, recogidas las canas con horquillas negras en un moñete tan rústico como ella misma. ¿Me mirarán de idéntica forma?. Sonrió. Tampoco le importaba. Existían dos tipos de personas, las que gustaban a la mayoría y las que ni tan siquiera se gustaban a sí mismas. Probablemente su perspectiva de la realidad mundana resultaba sesgada, como siempre le ocurrió. Colocó la bata de raso sobre la butaca para que no se arrugara, se descalzó con mimo y se metió en la cama para leer unas páginas de un libro que había comprado en un mercadillo días atrás, “ el caballo de Aliatar”, pero se sentía agotada. El chico no había vuelto, ¡menos mal!. Cerró los ojos y cayó, como sus fantasías, profundamente dormida, sin siquiera tiempo para apagar la luz. Desde el patio interior llegaba el sonido lejano de una televisión. Hacía tiempo que ya no maullaban los gatos en la oscuridad. ¿Acaso se habían marchado?.




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