Cine de Casa.-

Era una construcción moderna, con ambientes, ventanas y estantes de obra donde reposaban esculturas de garzas y gallos a diferentes alturas, grande, espaciosa, placentera, de paredes enormes con cuadros gigantescos y sonidos que retumbaban por doquier en alegre expansión. Todo, sin embargo, se tranquilizaba tras la cena: Los niños descansando en sus camas y los mayores leyendo, jugando al billar o las cartas u hojeando los periódicos mientras escuchaban de fondo el sonido de la televisión. Aquel siempre fué mi momento perfecto. Cogía mi guitarra acústica y mi cejilla y me sentaba en la penumbra (evitando los mosquitos) de uno de los porches para relajarme del ajetreo del día con mi música y mis canciones, mientras me sincronizaba con el estruendo silencioso del campo y la sensación húmeda de bienestar estival por el riego nocturno.

Pero una noche me divertí de lo lindo. Algunos disfrutaban de una película policíaca que protagonizaba Denzel Washington y otros leían o se distraían con el portátil. Yo a lo mío, con arpegio armónico y entonación suave, contenida para no molestar a los adultos ni despertar a los menores, cuando descubrí sus juegos. Sentados en cojines, con los pies descalzos, colgando entre los barrotes del piso de arriba, se dedicaban a mirar la enorme caja tonta como si se tratara de una puesta en escena clásica. Hice ademán de levantarme para regañar, pero lo pensé mejor y me limité a continuar como si tal cosa, observando de reojo y sonriendo para mí. Ellos, en su palco improvisado, felices con su aventura, y el resto totalmente ajeno a su compañía. El espectáculo duró para mí unos cincuenta minutos. Las escenas del telefilme no me parecían violentas y el sexo no resultaba excesivamente evidente, con lo que comprendí que Tom Sawyer nos visitaba por primera vez y merecía la pena dejarse embaucar por él. Hasta tres veces fueron capaces de levantarse con rapidez y sigilo recogiendo sus asientos para dirigirse a sus habitaciones sin ser cazados por sus progenitores o su abuelo. Muy juntos, golpeándose casi con los codos, soñaban sus travesuras interpretando el papel de malos, emocionados e inquietos, sabedores de estar incumpliendo la ley marcial familiar.

Lo dejé estar hasta que el protagonista se metió en su papel castigador y la chica comenzó a desnudarse. Hice ruido a propósito y se escondieron. Subí descalza al piso de arriba con idea de ponerme el pijama y susurré: “¡Como vuelva a ver a alguno en el balcón se lo digo a los abuelos!”. Se hizo un silencio sepulcral. Descendí al piso inferior no sin cierta tristeza. Me desagradaba ser una adulta, madre responsable, con la maldita obligación de fastidiarles un plan tan sumamente divertido. Pero así son las cosas. El ser humano con algo de cabeza sobre los hombros casi nunca hace lo que quiere sino lo que debe. Recogí mi guitarra y cerré mi chiringuito melódico. Me parecía injusto quedarme disfrutando después de haberles chafado su rato de dispersión infantil. En mi habitación encontré una araña de patas largas. Al matarla con una chancla retumbó la pared. Mi hija protestó desde su cuarto: “¡Haces tanto ruido que no me dejas dormir!”. No contesté.

La noche siguiente subí hasta los columpios con ellos y el instrumento de cuerda, y medio a oscuras jugaron mientras yo canté lo que me pidieron cómplice de sus desmanes. Aquella etapa tan hermosa duró poco. Las hormonas debutaron con prontitud, fui sustituida en mi papel y nunca más participé de sus malabares ni sus teatros, aunque siempre siempre observé en la distancia y aprendí y recordé muchísimas cosas.






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