Los Verdes muy Verdes.-

Me gustaba aquella casa de piedra de Manzanares. Era luminosa, de grandes espacios, con varios porches, rodeada de madreselvas en el seto exterior y adornada con vincas, cercis y magnolios en el jardín, e incluso un hermosísimo pruno cerca de la entrada preservaba la finca de las miradas curiosas de los viandantes. Siempre busqué allí (sin lograrlo) un lugar adecuado en el que colgar una hamaca para dormir la siesta estival e incluso charlé muchas veces con un pequeño lagarto que se acercaba a visitarme por los alrededores de la piscina al atardecer. 

Entre la cancela y el portón plantamos una pequeña hortensia que me encontré en mi salón a mi regreso de mi viaje de novios por Tailandia, sorpresa de bienvenida de mi familia. De planta se transformó en arbusto y después se hizo gigante, como un árbol frondoso que cuando florecía incitaba a la fotografía con modelos infantiles sentados bajo su sombra.

Mi habitación estaba en la planta de arriba, era sencilla, con muebles de caña verde y edredón y cortinas a juego, al gusto bien rematado de mi madre. Sobre el cristal de la cómoda - mesa coloqué mi atril de metacrilato y encima mi Harrison’s, el de un tomo de tapa verde en inglés, una regla enorme de idéntico color y mis lápices de subrayar, y, recién llegada de una semana de descanso en Campoamor, me encerré para estudiar catorce horas diarias de Lunes a Sábado y unas cuatro el Domingo. Mi primer verano de M.I.R. Mi lagarto, mi mesa, mi regla, mi libro, mi paisaje,... Mi precioso paraíso verde rodeado de grillos, avispones, arañas de patas largas, algún topillo y gorriones, garzas y milanos reales, y el castillo.

Una tarde de Septiembre, tras hacer unos largos en la piscina para tranquilizar las neuronas, ducharme y cerrar las verjas con llave, encendí mi lámpara verde y me enzarcé con el eje hipotálamo - hipofisario y todas sus hormonas y mecanismos de regulación. De repente escuché un ruido de pasos por el salón. En veinte segundos pegué un salto, apagué la luz y cogí mi enorme navaja damasquinada albaceteña del cajón de la mesilla verde, salí a la terraza que unía mi territorio comanche con el de mi hermano y me senté en el suelo para elucubrar durante horas sobre mi posible escapatoria. Si por esta puerta, aquella, la terraza.

A eso de las tres de la madrugada regresaron mis padres de una boda de un hijo de unos amigos. Al escuchar el ruido del motor del automóvil grité para avisar sobre el supuesto intruso, mi progenitor se preparó desencapuchando el bastón del estilete que conservaba en la entrada para evitar sorpresas desagradables al pasear por el campo blandiéndolo en alto con aire amenazador. Cuando llegó hasta mi habitación comprobamos que mi imaginación me había jugado una mala pasada, o quizás se trataba del murciélago que hallamos escondido al lado del billar días después. No sé. Guardé mi precioso cuchillo y mi padre el bastón. Ese día estudié poco. Tuve que compensar con tiempo de descanso dominical. Así era la vida del opositor. Por ende aquel año en Octubre suspendí el examen. Un día el lagarto dejó de saludarme y no volví a verlo.
La casa se vendió poco después y perdí aquel paraíso verde para siempre.




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