La Charla.-

- ¿Cómo crees que se puede llegar hasta allí?.
- Supongo que dando un rodeo por la falda para ascender por el lado Norte. Aunque me parece arriesgado.
- ¿Regresamos entonces?.
- No he dicho eso. Me limito a constatar un hecho para hacerme una idea de dónde nos estamos metiendo.
- Nos hemos metido, querrás decir. Hace ya tiempo, no te equivoques.
- Discrepo, este coto no es de caza, aquel sí.
- ¿Y qué hacemos con los perros?.
- ¿Pero qué coño dices?. ¡No es necesario hacer nada!. ¡Vienen con nosotros!.
- ¿Y si se ponen a ladrar?.
- Corremos para que no nos descubran.
- Y nos matamos por el desnivel.
- ¿Acaso importa?. En este instante tenemos más posibilidades de criar malvas que de desayunar mañana.
- ¡Fantástico!, tú tranquilizándome eres un genio.
- Pues tú con tu lámpara de Aladino no pacificas ni poco, ni mucho, ni nada.
- Ya salió tu vena agresiva. Te recuerdo que mi idea era descansar unos días alejándome del bullicio de la ciudad.
- ¡Cállate, que quiero analizarlo todo con sosiego!.
- A veces resultas insufrible.
- Lo sé.
El sonido de las hojas en movimiento chisporroteaba el paisaje auditivo y Mario se permitió el lujo de tumbarse boca arriba entre los numerosos helechos y así observarse y observar. Fabricó un catalejo con los dedos de su mano derecha para mirar. Era su manera de claudicar ante sus miedos y sus fantasmas, con los que mantenía a diario charlas interminables que le otorgaban el privilegio de verse acompañado en sus paseos y también en sus crisis de aquellos días y noches tan alargados artificialmente. 
Detuvo el autopsicoanálisis para regresar al mundo de los vivos y seguir de lejos a los perros. Los dos bodegueros habían descubierto una madriguera con gazapillos y olisqueaban compulsivamente nerviosos y excitados. Las horas, los minutos, los segundos se hacían interminables. Era tal la densidad atmosférica que les costaba (también a ellos) gran esfuerzo incluso respirar. 
- Te advertí sobre la enfermedad de Monge y no me quisiste escuchar.
- Nunca sopesé que llegaríamos tan lejos. Ya no es momento de tirar la toalla.
- ¿Y por qué no?. ¿Acaso te crees inmortal?. Confundes la valentía con la irresponsabilidad.
- Pretendes ablandarme para manipular la conversación.
- Tu problema es que no logras ver más allá de tus narices.
- ¡No!, mi problema es que miro con mis ojos y los tuyos a la vez. Eso se llama sincronía psicótica.
Sí, los espectros estaban disfrutando de lo lindo inmiscuyéndose en cada juicio, cada pensamiento, cada palabra, cada sonido. Se inventaban argumentos, definiciones e incluso presumían empleando terminología moralista incomprensible. Habían aprendido retórica y se vanagloriaban impúdicamente. Entre tanto el ánimo destartalado quedábase estancado haciendo cabriolas con las ranas del riachuelo y los nenúfares para después reposar con violencia.
- Aquí vas a morir. Hoy, mañana o en veinte años, pero va a ser aquí.
- Estoy harto de tus amenazas. No las soporto ya.
Esta vez había vencido al bicho, pero ¿cuánto más podría resistir sin quebrarse?. Pegó un salto y un silbido. Los animales se habían escondido entre los matorrales, pero reaparecieron en un segundo galopando hacia él con felicidad. Mario sonrió. Murzhim comenzaba a brillar sin haber anochecido y el ambiente ventoso disfrazaba la puesta de sol de onomatopeya natural cantando y carcajeándose con un estruendo y un silencio tan simultáneos que hacían imposible la lógica deducción. Cerró los párpados y, mientras escuchaba el latido de su propio corazón, comenzó a rezar en voz alta un Padre Nuestro para calmarse, pero no consiguió ni lo uno ni lo otro. Los perros ladraban, habían cazado un ratón de campo, muy muy pequeño. 






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