Las Costumbres Ancestrales.-

No recuerdo si asistíamos a la cuasipremier de “Raiders of the Lost Ark” o a la de “E.T.”, aunque sí tengo la certeza de que la memoria no me falla al imaginarme de nuevo los pinreles desnuditos de aquel americanito nada gracioso sentado detrás de mí, apoyados justo en mi sillón a la altura de mi cuello. Me vi tan sorprendida por la ridícula situación que no fui capaz de enfrentarme verbal o visualmente con el dueño de los hermosos deditos; así, la emoción de Indi con su látigo o del índice iluminado del marciano (ya digo que confundo las fechas) se alternaron a intervalos en mi imaginación con la repugnancia de las pelotillas interdigitales en contacto con mi preciosa melena limpita, peinadita y trenzadita parcialmente aunque con gran esmero.

Pasear dieciséis años no tiene la misma trascendencia que airear cincuenta y cinco, y en aquel momento no concedí a la anécdota más instante de pensamiento que el rato de la proyección cinematográfica. Sin embargo, desde entonces, los pies descalzos y mis ojos de gata ibérica de “Los Secretos” no se relacionaron armoniosamente en ese país. ¿Qué obsesión sentían los lugareños por permitir en toda ocasión y lugar la transpiración de dichas partes acras?. Jugaban unas canastas y acto seguido, sin motivo, se descalzaban todos al unísono como acto social, subían con sus mochilas al “school bus” amarillito, como el submarino, de regreso al hogar y repetían la operación mientras se fumaban unos canutos atufando e impregnando sin pudor nuestras cortezas órbito-frontales, entraban desde la piscina al suelo enmoquetado para comer un trozo de pizza de piña y los numerosos ácaros disfrutaban con sus maleolos y sus pelillos falángicos.

A ratos se interesaban por mis sensaciones sobre la “primera vez que probaba las patatas fritas”, “la ausencia de toros sueltos por las calles del vecindario” y “la grata y novedosa posibilidad de poder lavar la ropa en una máquina en lugar de en el Manzanares”. Y yo, la verdad, sintiéndome gala en Ampurias, me limitaba a sonreír y responder con una frase simple, “¡una gran emoción!”, lo cual era cierto, porque nunca colocaba en voz alta el adjetivo, aunque el dicho familiar de “no digo nada, ¡pero pienso cada cosa!” hacía mella en mi hipocampo y también en el menhir de Obélix.

Me enseñaron a patinar en la “roller disco”, primero en un sentido, luego en el otro y después de espaldas a ritmo de “The Pretenders”, “Eurythmics” o la “E.L.O.”, y tras algún pequeño porrazo y algo de repelús con el tacto interno de aquellos patines tan usados, en menos de media hora me empecé a manejar perfectamente como bailarina rodante e incluso me permití algún giro estrambótico y cruce de piernas, y hasta ligué con el peculiar estilo castizo “paletorro” que nos caracteriza a todos los nacidos en Madrid, ése que nos concede el privilegio de comer morcilla casera de la fea y huevos rotos y pasarlo estupendamente.

De regreso, en el aeropuerto, lo mejor del “jet-lag”  siempre fueron los regalos de bienvenida a base de bocatas de tortilla de patata con pimientos asados y los comentarios dicharacheros sobre las camisetas que vestíamos.
A veces observo la portada de lo que yo llamo “el disco de los culos”, esto es, dos hermosas nalgas femeninas contrapuestas “bailando el bimbó” y enseñando a la par el pliegue glúteo bajo unos “shorts” vaqueros diminutos, y después rememoro la compra de aquel popurrí musical en algo similar a un supermercado gigante, mientras señoritas jovencitas muy rubias y pechugonas se paseaban con sus patines en línea y radiotransmisores portátiles comprobando precios o devolviendo productos a los enormes estantes, donde el aceite de oliva brillaba por su ausencia y se vendían chuletones de carne roja de uno, dos y tres kilos, perdón, libras, alegrando al personal masculino con sus sonrisas, escotes y muslitos de pollo. ¡Nos reíamos tanto!.






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