La Política Infantil.-

Papá me agarro de la mano izquierda tirando fuertemente. Por un momento pensé que me arrancaba el brazo. Nos metimos con rapidez en un portal enorme con entrada para carrruajes y verjas gigantescas de la calle Alcalá. Unas quince o veinte personas de todas las edades habían pensado lo mismo que nosotros. Un portero vestido con librea cerró con una llave del tamaño de mi pie. Me acerqué curiosa para pegar mi nariz al cristal entre los barrotes. Cientos de individuos corrían en todas direcciones mientras unos señores los perseguían con porras. Una humareda extraña y un olor intenso disfrazaban la entrada de El Retiro de decorado de película de guerra. Se me mezclaron varios sentimientos poco conocidos para mí: El miedo y la emoción de percibir la violencia en vivo y en directo. Por un instante me sentí mayor, protagonista e importante.
- ¿Qué pasa, papá?, ¿quiénes son?.
- Son manifestantes que suben desde la Puerta de Alcalá.
- ¿Y por qué los persiguen para pegarlos?. (Yo ya sabía lo que era una manifestación).
- Porque no disponen de permiso para estar allí y la policía tiene la obligación de controlar que no hagan nada que no se deba.
- ¡Ahhhh!. 
Los de las porras eran ‘polis’, los que corrían eran los ‘malos’. Lo entendí volando.
Media hora después abrieron la puerta, aunque nosotros tardamos en salir. Cuando todo era ya silencio y casi anochecía volvimos a casa (él a paso rápido, yo casi corriendo. “¡Vamos!. ¡Mamá estará preocupada!”) para explicar lo sucedido con pelos y señales mientras mi hermano y yo nos bañábamos y él hacía un par de llamadas de teléfono. Me divertí de lo lindo contándolo al día siguiente en clase.

No fué hasta muchos años después cuando llegué a comprender lo fácil que parecía todo si mi padre lo explicaba. Aquella tarde de Domingo se limitó a informarme de lo que consideró adecuado para mis años. No me dijo si estaba a favor o en contra de los manifestantes y tampoco si la actitud y formas policiales las interpretaba como justas y adecuadas. Constató un hecho objetivo y me lo tradujo a mis ojos infantiles evitándome el peligro de vernos arrollados. Así entendí también después la diferencia entre legal y lícito, entre libertad y libertinaje, los conceptos de responsabilidad y coherencia y qué significaba la palabra democracia, y también por qué a veces las multitudes resultaban peligrosas e inmanejables, como en el Santiago Bernabéu durante algún partido del Madrid. “La cabeza existe para utilizarla y no dejarse manejar fácilmente por un grupo numeroso de personas”.

Aquello se me quedó grabado y meses después ocurrió algo curioso en mi colegio. Una tarde desapareció el cuaderno del profesor de inglés de donde lo había dejado, y eso parecía bastante grave porque el pobre tenía una discapacidad visual severa, y su forma de solventar parcialmente la situación era transcribiendo a mano previamente todos los libros de lectura y de texto que utilizaba para impartir docencia con letras enormes en rotulador negro al dictado de su mujer, y así poderlos leer después. La tutora se curó en salud y decidió castigar la travesura con dos horas de estudio multitudinario durante varios viernes en el aula una vez terminadas las horas lectivas. Lo consideré indignante por varias razones: La primera que dicho profesor me caía bien y su asignatura más, la segunda que siempre sacaba dieces en sus exámenes y la tercera que yo no era culpable de nada y ni siquiera tenía una ligera idea sobre la autoría del hurto alevoso. La consecuencia de mi enfado se tradujo en charlas por grupos alentando hacia una protesta colectiva con encierro global en la biblioteca del centro (como resultado imaginativo de haber disfrutado en familia con una película clásica -“Es grande ser joven”- muy del gusto de mi madre). Ya convencida la mayoría e ilusionándome con la música silbante soplada sobre peines cubiertos por tiras de papel de fumar, cometí el craso error de comentarlo todo en casa y mi progenitora me sentó instantáneamente en el cuarto de estar para soltarme el rollito del milenio, el doscientos ochenta y cinco, sobre el respeto a las instituciones y al profesorado y la solución pacífica de los conflictos mientras yo asentía y escuchaba cabizbaja. En uno de los sillones del salón mi padre sonreía escondido entre las hojas del diario Pueblo mientras de vez en cuando le daba un sorbo a un vaso de Chivas Regal que le habían regalado la tarde anterior. De esta manera empezó y terminó mi primera y única experiencia como sindicalista escolar.









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