Milhaud y Milady.-

Sin mediar palabra Luisa torció el gesto intentando ocultar sus sentimientos bajo una leve mueca de desagrado, cuando en realidad deseaba llorar a borbotones. El espacio de la salita de música le resultaba escaso para lograr su equilibrio misántropo habitual sin llamar la atención y por un segundo se imaginó pegando un salto para escabullirse por la puerta del fondo. Los pianistas parecían ridiculizar esta agorafobia puntual en el Modéré sincronizando a la perfección cada una de sus ideas con las notas musicales, que se hacían presentes a trompicones contagiándose del ritmo. Le aterrorizó la sensación de que el propio Milhaud se estuviera adueñando de su psiquis, y en su neurosis, al ver reflejado su precioso vestido de raso negro en el enorme espejo victoriano colgado a su derecha, se confundió a sí misma con Scaramouche y quiso batirse en duelo con el compositor, que la miró fijamente y comenzó a reírse a carcajadas...

Los músicos habían detenido su ejecución de golpe al escuchar el grito desafinado y todas las miradas se posaron sobre ella. Enrojeció y dudó si simular un desmayo para salir del paso. Cambió de idea: “¡Un ratón!”, dijo con estridencia. La mujer de Carlos pegó un alarido y le clavó las uñas en el brazo a su marido que gimió de dolor. Como un dominó humano colocado en fila india todos los asistentes al pequeño concierto comenzaron a moverse paulatinamente, soltando exabruptos o riendo según su propia animadversión hacia los roedores y su grande o escasa capacidad imaginativa. 

Así, lo que en un principio parecía una hecatombe psicótica se transformó de golpe en una comedia de salón. Luisa sonrió enseñando los dientes mientras recogía su pañuelo Hermès del suelo y una jovencita indicaba a su padre la oquedad por donde había visto desaparecer el animalito. Diez minutos de comentarios alocados y después alguien chistó con contundencia. Comenzaron los dos pianistas a tocar de nuevo el segundo movimiento enfurruñados por haber perdido la concentración. Pero ella ya se hallaba en la entrada principal con el abrigo puesto abriendo el paraguas. El portero lo observó con curiosidad. Estaba pintado a mano, eran claves de sol. “No me vuelvo a tomar un relajante muscular en mi puñetera vida, aunque esté doblada por el dolor de espalda”.

El frío de la noche y los gotitas de lluvia la desperezaron. Paró un taxi: “¡Buenas noches!. Calle Blasco de Garay 87, por favor. Pagaré con tarjeta”. La puerta hizo ruido al cerrarse. “¡Lo siento!”. Madrid es mágico, siempre lo ha sido.




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