El Parque._

La noche se antojaba excesivamente fresca para ser Octubre y el ábrego mordisqueaba las ramas de los tilos centenarios, cuyas hojas bailoteaban y caían al suelo sigilosamente, una tras otra, moribundas, carentes ya de aquella violencia contenida que las obligaba en un principio a conversar mediante susurros. La cancela de forja se erigía sobre el resto de la verja cerrada a cal y canto, pero si se deseaba entrar al parque resultaba sencillo reptar por uno de los contrafuertes laterales, agujereado por el sol, y encaramarse a lo más alto para, de un salto felino algo doloroso, caer sobre las fascias plantares, colocarse al comienzo del pavimento teselado y así, una vez recuperado el resuello y el equilibrio, pasear con sigilo entre las dalias y los crisantemos guiado por la única luz de la farola del extremo. 

Este orgasmo fantasmagórico, perverso en todas sus formas, resultaba placentero para el alma dormida que se desesperezaba en segundos mientras varias palabras cortas y concisas martilleaban desde dentro el cráneo luchando con pavor escénico por su libertad auditiva.
A lo lejos la sombra de la figura caminando adoptaba la forma de un animal de cuatro patas y si hubiera existido una leyenda apropiada ésta habría versado sobre un extraño hombre lobo enano que espantaba ardillas y rapaces durante sus devaneos nocturnos.

Quietud, silencio y aire fresco sobre ambos pabellones auriculares, interrumpidos en la distancia por el croar de tres o cuatro ranas desde el estanque. Y allí, sobre una enorme piedra ovalada, inmóvil, se encontraba un niño de unos ocho o nueve años. Era moreno, de pelo corto y rizado. Vestía pantalón vaquero y polo verde. Estaba descalzo y se hallaba sentado, las dos piernas cruzadas entre sí, mientras observaba el agua con gesto distraído y una palma apoyada en la mejilla. No le pidió que le dibujara un camello, sino que, asustado al creerse descubierto, desapareció en la maleza cual gazapo perseguido por su cazador. 

Villar observó con interés el lugar una vez se hubo acercado y le pareció el sitio perfecto para terminar su obra maestra. Ilusionándose con la sola idea se tumbó sobre la piedra para echar una ojeada a las estrellas. Casiopea parecía sonreírle brillando con aprobación. Cerró los ojos y permaneció así largo rato, dormitando sin reparo su borrachera estelar hasta casi el amanecer. La luz incipiente del día aceleró su carrera hasta la misma entrada y, escalando con torpeza, salió del recinto arañándose el brazo izquierdo con la parte superior de la valla. Aulló de dolor. Un movimiento de hojas secas captó su atención. El chaval debía seguir por la zona. No se quedó a comprobarlo. No le interesaba en absoluto.





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