El Hospital del Rey.-

El Hospital del Rey se transformó en mi hogar durante un mes en Enero de 1980. Después de “celebrar” el fin de año en la U.C.I. del centro (que por aquel entonces se llamaba U.V.I.), una vez mi estado comatoso cedió, mi madre se ingresó conmigo en una habitación privada grande, blanca y sobria, exclusivamente mía, que disponía de cuarto de baño en su interior, cuya ventana daba a un balcón corrido que comunicaba toda el ala de la segunda planta. Me llevaron una televisión chiquituja que era de mis tíos (en blanco y negro, con antena plegable) y mi abuela se empeñó en hacer estraperlo desde la puerta mediante flanes caseros de huevos de pata de la finca de mis tíos y chorizo de matanza propia que guardábamos con “sanchopanzismo” (ver nota) en una caja de zapatos colgando de un cordón sobre la fresquera ventanal. Yo estaba débil y a su parecer la comida de aquel sanatorio para enfermedades infecciosas no se ajustaba a los parámetros nutritivos convenientes para el auge adolescente familiar.

Me visitaron algunas monjas del colegio con idea de llevarme tarea escolar que no realicé hasta mi alta médica, mi amiga Gigí (a escondidas y en secreto), y por fin, un Sábado después de comer, llegó mi hermano. Abrieron la ventana y allí, de pie sobre la terraza, con cara de susto e ilusión entremezcladas y una gran distancia física para que el bicho meningítico no se acantonase en sus cubiertas cerebrales, vimos juntos El Bosque de Tallac, cantamos la canción, y fuimos felices disfrutando de nuestra mutua compañía durante una hora escasa. Ni la tromboflebitis de mi brazo izquierdo secundaria a la extravasación del suero por rotura de una de mis venas antecubitales, ni las secuelas de las molestas punciones lumbares consiguieron hacer mella en nuestro estado de ánimo. Cuando nos disponíamos a jugar a unas Cuatro en Raya que me había regalado mi tío Arturo la víspera mi madre consideró que la proximidad entre sus hijos resultaba peligrosa y utilizando aquel balcón él se marchó por donde había venido de la mano de mi padre, bien abrigado, como estuvo todo el tiempo, con guantes, gorro y bufanda, y yo regresé a mi curioso encierro hiperosme que me permitía adivinar la comida o la cena del día cuando ésta se aproximaba con estruendo por el jardín guardada en grandes carros metálicos.

Sor Victorina se parecía muchísimo a una de las monjas de “Celia en el Colegio” de Elena Fortún, salvo por su hábito, que era totalmente blanco, y yo me la imaginaba pegando a sus alumnas con la regla en el borde de los dedos para mantener el orden, aunque, analizada la situación años después con mi mentalidad adulta, aquella mujer fué siempre agradable y eficiente. Eso sí, cariñosa, lo que se dice cariñosa, nunca, aunque bien es verdad que la muñeca gigante que me trajeron allí los Reyes Magos debió de pedírsela ella a sus majestades. Lo cierto es que la pobre desconocía mi animadversión por semejantes juguetes. Me gustó mucho más una bata rosa que había encargado mi madre para mí.

Lloré por San Antón porque el análisis del líquido cefalorraquídeo mostró aún células patológicas y no me permitieron regresar a casa. Los días se hacían eternos y al ir recuperando mi capacidad intelectual, mi sentido del tacto, mi autonomía y mi peso era cada vez más consciente de mis limitaciones físicas y me enfurecía. Mi guitarra me esperó pacientemente en mi habitación para disfrutar de mi compañía el otro mes que permanecí en casa sin salir.

No llegué a tiempo para la Segunda Evaluación y me disgusté profundamente porque siempre sacaba nueves y dieces. Estudié y realicé los trabajos que me indicaron y obtuve buenas notas en ellos. Nunca entendí la razón por la que a pesar de todo mi esfuerzo me obligaron a examinarme en Junio de algunas asignaturas, incluida Historia. Por aquel entonces primaba el expediente sobre la psicología más elemental, y ni mi tutora ni la jefa de estudios debieron sopesar en ningún momento que “supergirl” se encontraba convaleciente de una enfermedad mortal en un porcentaje altísimo de casos. En familia trivializamos la soberana estolidez con horas de estudio, sonrisas y chulería y no se habló más del tema.

Celebré dos veces mi onomástica durante muchos años porque mi madre consideró que me merecía soplar una vela cada Nochevieja. Así que, sin engañar demasiado, puedo presumir de tener catorce años menos de los que en realidad voy a cumplir. Aún hoy añoro aquellos flanes tan sabrosos y el cutis perfecto y las aguamarinas de mi abuela Isabel.

Nota: La zeta aquí me gusta, ya lo siento por la R.A.E. Sinaromias y fallos.




Comentarios

  1. Aunque hubiera sido más consciente de tu gravedad y aunque me hubieran puesto muros, hubiera ido a verte.
    Y si me dejas tú y las circunstancias, siempre iré

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