Denominaciones de Origen.-

Hace tiempo, un día muy de mañana, me transformé en otra de repente. De ser Ruth, así, sin darme tiempo a sopesarlo con calma, pasé a transformarme en “la mamá de Mónica”, lo cual me mosqueó sobremanera porque yo me había preparado para convertirme en “la madre de Mónica” y me quedé descolocada. 

Aquello, con los días, sufrió una progresión geométrica... Un tropiezo un par de semanas después con caída aparatosa al salir de la Clínica de la Zarzuela y un “¡señora!, ¿se ha hecho daño?” me sentenció de por vida, y dentro de dos o tres (o alguno más) telediarios, seré una anciana de sesenta que, en su originalidad medio hippie medio paranoica, toca la guitarra eléctrica en la playa conectada a su telefonito de 25G y sincronización ultrasónica con unos auriculares “jazztooth” último modelo a colores combinados con las chanclas, la sombrilla y la toalla, y me mirarán los jovencitos y jovencitas con sus ojitos de cordero degollado para comentar en su casa de regreso “¡mamá!, había una loca en El Puntal bastante mayor que tú tocando la guitarra eléctrica”. Y la madre escuchará con sorpresa y horror y se reirán de mí (que no conmigo) porque las madres o las abuelas nunca hacen esas cosas. Las madres regañan, son sosas, no pueden llevar escotes o micropantalones, y mucho menos las abuelas, y por supuesto no cantan, no escriben, no componen, no fotografían ni postprocesan, no sueñan y no viven. 

Y dicho esto, como me ha cabreado una única palabra, ya no hablo más. Porque yo sigo siendo yo, aunque ahora mismo tenga cincuenta y cuatro años. Y probablemente disponga de menos neuronas que a los treinta, pero las que tengo, de momento, Dios quiera que por mucho tiempo, me funcionan con bastante agilidad y son multifuncionales, y en el caso de muchos está aún por demostrar. Además, los años le conceden a una el privilegio de hacer el ridículo y que importe cien mil pares de puñetas. ¡Buenas tardes, guapitos de cara!.

Por cierto, me encanta el queso de cabra bien curadito.




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