Culpable o Inocente.-

Cuando alguien acudía al colegio para un coloquio o dar una conferencia siempre nos reunían en el Saloncito Rojo. Se llamaba así por el color de las enormes y pesadas cortinas que colgaban de los grandes ventanales con cuarterones y por la larga alfombra de idéntico tono. El espacio arquitectónico disponía de vida propia y las maderas de suelo, estrado y paredes crujían conversando entre sí con cierta periodicidad, incluso cuando cualquiera de nosotros cambiaba de postura en el asiento mientras un penetrante olor a rancio de almoneda invadía la microatmósfera.

No tengo claro si la charla tuvo lugar allí o en la sala de audiovisuales, pero sí recuerdo que versaba sobre la presentación del libro Orzowei de Alberto Manzo, allá por 1975, de la editorial Noguer, antes de que se pusiera de moda la serie televisiva. Y hablaron mucho, y escuchamos más y al final sortearon un ejemplar. El orador escribió un número del uno al cien y fuimos cantando cifras en voz alta como los Niños de San Ildefonso y acerté. En realidad más que acertar lo intuí por el movimiento del bolígrafo en la mano de aquel individuo (que no me impresionó ni me atrajo significativamente) y mi enorme capacidad observacional. Por un instante me sentí culpable cuando me entregaron la joyita con un guerrero de color, lanza en mano, estampado en la portada, pero al notar el tacto del papel el sentimiento desapareció instantáneamente. “Me lo merezco, he estado más rápida que el resto”, pensé, y marché para casa aquella tarde feliz por mi éxito. Lo cierto es que nunca he ganado nada en ninguna lotería, tan sólo los concursos de verbos de E.G.B., dos de villancicos nacionales en Radio Nacional y un enorme fajo de cartas de amor adolescentes, elegantemente manuscritas en prosa poética, maravillosas incluso para una adulta como yo. Siempre le dije al amanuense que si en su madurez llegaba a ser nombrado ministro o presidente del gobierno le haría chantaje con ellas para enriquecerme y él se reía conmigo y yo con él, pero las cartas continúan hoy atadas mediante una cinta muy simple en una gran carpeta de dibujo bajo una cama, aunque bien podrían encontrarse en otros muchos lugares, y allí estarán hasta que desaparezcan durante mi ancianidad (si llego a ella) en una trituradora de papel adaptada a las moderneces, porque son sólo mías.

Esta costumbre tan actual de vender emociones por cuatro euros no la entenderé jamás. No obstante, me tranquiliza bastante pensar que alguna de mis estupideces infantiloides (véase “escribir un rollo de papel higiénico entero y regalarlo al militroncho de turno”) descansa en el vertedero desde hace años. Componer canciones o música, sin embargo, tiene una gran ventaja a mi entender: El compositor, aunque queda fácilmente con el culo al aire mostrando sentimientos, sabe a quién le dedica sus estrofas y pentagramas desde el primer momento pero los regala a todo el mundo y además son reutilizables, tanto en el tiempo como en el espacio. 

Escrito esto empiezo a tener la sensación de que puedo vivir para siempre del cuento con la tranquilidad y la alegría y alborozo de que mi nube musical puede transformarse en una elegante casa de lenocinio y yo en su madame... Tendré que meditar si privatizo mi expresión musical, y cómo y cuándo lo hago, o si, por el contrario, la transformo en un artístico prostíbulo digital, algo así como un “ménage à trois” entre el gato Jazz, Laura Ingalls y Jane Eyre. Le preguntaré a Charlotte para que me aconseje, que siempre tiene buenas ideas, porque si me dirijo a Emily lo mismo me quedo sin dormir.








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