Libertinaje para los pobres de espíritu.-

Cada vez que Rogelio reía mirando la televisión Casimira se retorcía rabiosamente en su silla de ruedas acolchada. Ni los comentarios jocosos tenían sentido (según su criterio) ni su expresión, estúpida, perdida y lejana, gracia alguna. En ocasiones se rascaba la oreja derecha con el índice de la misma mano mientras ella deseaba abofetearlo por su torpeza ocultando su expresión de odio tras una mueca benevolente cargada de falsedad. Aún empeoraba más cuando sorbía la sopa o roncaba cabeceando en las sobremesas y una punzada esporádica de realidad la devolvía al asiento con idéntica crudeza y periodicidad. 

Los días y las noches habían modificado su estructura. La dependencia física se había instaurado allí para siempre. Cuando pretendía mover una rodilla hacia arriba a veces lo conseguía, pero en la mayoría de ocasiones una ligera sacudida dolorosa la obligaba a desistir. Lo cierto es que el estancamiento  en su mejoría clínica desde hacía meses caía pesadamente sobre su mirada, carente del brillo vital que había formado siempre parte de ella. Sus ojos, antaño castaño oscuro, habían adquirido una coloración indefinida entre grisácea y verduzca, potenciada probablemente por la aparición precoz de cataratas y por la ausencia del detalle diario, aquel que siempre había considerado imprescindible para ilusionarse en su cotidianidad.

Clara colaboraba en las tareas diarias pero no resultaba suficiente porque gran parte de su jornada transcurría en la universidad y luego debía estudiar, estos días más aún con los exámenes finales. Así que hubo que contratar a Frida, búlgara, enorme, fuerte, capaz de levantarla sin pestañear y limpiar enérgicamente. No cocinaba bien, pero eso a Casimira no le importaba porque si la ayudaban a colocarse cerca de la mesa de cristal de la cocina ella disfrutaba troceando los pimientos y las berenjenas para el pisto, preparando palometa adobada (que resultaba barata y gustaba a todos) o mezclando los ingredientes para elaborar el flan de café de microondas que le enseñó su madre, y soñaba con la sensualidad de “Como agua para chocolate” creyéndose Nacha, la cocinera. Entre tanto escuchaba la radio, podcasts de historia o audiolibros en inglés para no perder vocabulario y soltaba alguna lagrimita diaria al comprender que ya nunca jamás volvería a ser la reina de las presentaciones en París, en Roma o en Estambul para vender este perfume o aquella crema.

Haciendo esfuerzos de reciclaje mental se había apuntado a lecciones virtuales de italiano, pero se aburría enormemente porque había perdido su capacidad de integración social, tan necesaria en su caso dado su temperamento extrovertido. 
Pensaba en su marido y en las razones para mantener un matrimonio vacío permanentemente de ilusión. Eran dos: Su gran fragilidad física y el dinero. Los gastos se habían triplicado con su enfermedad y ella actualmente tan sólo cobraba unos cientos de euros promocionando productos de parafarmacia a través del ordenador para una empresa lisboeta poco conocida.

Y así transcurría la vida diaria hasta que decidió ponerse en contacto con una página de autoayuda para pacientes con esclerosis múltiple, que más parecía un centro de reunión telemático evangélico que un lugar de terapia, pero comenzó a interesarse por cosas nuevas y por personas nuevas. Y fué sencillo, porque siempre se comparó con una botella de cava sin abrir, incluso antes del diagnóstico,  y por primera vez en la vida tenía la sensación de que algo estaba cambiando. Y aunque no creía mucho en los espectáculos estilo ”Alcohólicos Anónimos” el enfoque grupal de la enfermedad estaba modificando su visión escéptica del paisaje madrileño y eso, en sus circunstancias, ya era un montón.













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