La Niebla y el Recuerdo.-

Salgo de High Street Kensington y camino seis o siete minutos, callejeo y a la vera de Holland Park está mi colegio mayor. Es un lugar tranquilo y sobrio, regentado por monjas a la antigua usanza: No suben chicos a las habitaciones y existe hora temprana de cierre de puerta. El espacio, que se me antoja privilegiado, dista unos pasos del Albert Hall y Hyde Park. Nada más soltar la maleta en mi cuarto (que se encuentra en la parte nueva, rodeada de jardines, sin los tintes victorianos del resto del complejo, lo cual me fastidia) me voy a comprar una cafetera. Sorprende el bullicio reinante a tan sólo dos manzanas.

El frío húmedo de la ciudad se introduce por todos mis poros, aunque reconozco que me encanta por temporadas este clima tan siniestro, estimula mi imaginación. Anochece a gran velocidad, sin casi tiempo para poderlo procesar y la iluminación es escasísima. Con el cierre comercial el barrio se transforma fantasgóricamente y se escucha el movimiento de las ramas de los árboles y también los ecos aislados que producen las pisadas de algún transeúnte despistado. Cerca del parque localizo escondido un restaurante asiático que me parece caro para mis expectativas; además desasosiega el paseo de regreso a deshora. En seguida aprendo que se puede cenar improvisando platos en las zonas comunes y socializándose con las chicas, casi todas europeas y estudiantes de diferentes carreras y másteres en finanzas y empresariales.

La habitación es triste y fría. Después de desayunar compro dos pósters en la papelería vecina a la boca de metro y, justo en la esquina, fruta. Cuelgo las imágenes en la pared con papel celo (no permiten clavar nada) confirmando mis temores, porque el panorama estético permanece casi idéntico. Aún así troto alegremente para cruzar Hyde Park por el palacio de Kensington hasta el de Buckingham. Las distancias son largas, pero es fin de semana y dispongo de muchas horas. Entro en la Circle Line y tras escuchar varias veces la voz masculina  del “mind the gap!” decido bajarme en Westminster para darme un garbeo por el Támesis cerca del hospital St. Thomas (donde se enviarían años después los cristales de mis biopsias renales para que confirmaran el diagnóstico del tipo de glomerulonefritis lúpica). Pasta fresca en una trattoria italiana minúscula al lado del río y después resuelvo colarme en la abadía para admirar su arquitectura y recordar el cuadro del esqueleto que pintamos allí con las ceras doradas mi hermano y yo.

Siento la humedad de la noche en las rodillas, que se entumecen, y me arrepiento de haberme bajado en Hyde Park Corner porque los bancos de niebla son numerosos y mi cabecita me juega alguna mala pasada sobresaltándome con los ruidos. Al final me toca correr aunque no llego tarde para el portón. En realidad me ha asustado un sonido metálico sordo de una puerta al cerrarse. La monja de la entrada observa mis andares con recelo. No he cenado. Estoy sola, cansada y tengo hambre. Me como una Granny Smith y empiezo a echar de menos las cañas y los vinos con los amigos y también la luz. Intento dormir con calcetines pero noto raras las articulaciones de las piernas y decido calentar como si fuera a nadar. Cierro la contraventana de madera que chirría en el silencio y oigo estudiar en voz alta en la habitación de al lado. Canturreo para calmarme y por fin me duermo sonriendo mientras recuerdo al guaperas que hacía fotocopias en la papelería y que pretendió invitarme a un café. Mañana tengo una entrevista a ochenta kilómetros. Habrá que madrugar para llegar al tren en hora.











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