La Magia

La magia de las artes es un don escaso y el arte de los magos, como la mar, parca en palabras, de actitud ágil y forma precisa, a veces preciosa. El instante siempre es corto, tanto para expresar como para percibir. Ilusionismo ilusionado para dotar al tiempo de un interés concreto, simple, sencillo, que se hace patente para el espectador de manera súbita, sin casi segundos para estudiar la solución del truco, sorprendiendo como estímulo sensorial en forma de paloma o conejo, as de picas, señorita estupenda partida en dos mientras se pasea en biquini de lentejuelas (y reconstruida sin dramas) o pañuelos anudados uno detrás de otro habiendo sido guardados previamente como telas independientes. 

Así son los cuentos inventados a la hora de acostar a los niños, plagados de superlativos, para que el estímulo visual regrese al orador como retroalimentación positiva y el mundo se transforme por unos segundos en algo mejor. Porque disponemos en nuestra imaginación de espacios e instantes únicos, excepcionales y exclusivos, irrepetibles, donde la Margarita tan bonita es una misma, las campanas del pueblo sumergido son de la casa de los abuelos, el torneo sucede en el salón y la escalera siempre tiene forma de caracol, aunque al final de la misma, gracias a Dios, ya no se encuentra el espejo de la madrastra de Blancanieves sino los siete enanitos trabajando en la mina.
Y entonces el duende existe en las palabras, en el canto, en la música, en los cuadros o en las fotografías, o no existe, ya que las personas son así, de esta manera o de aquélla. 

He dejado abierta la ventana de mi antigua habitación (en la que llevo durmiendo dos meses) para refrescar el ambiente y he recordado algo que decía Juan Diego Botto en la película Martín Hache, que echaba de menos los tejados de Buenos Aires. Acto seguido he escuchado el maullido de un gato que después se confundía con el llanto de un bebé un rato largo, o el maullido del bebé confundido con el llanto del gato, es lo mismo, comprobando que la frase (de Aristarain o de Saavedra, ¡quién sabe!) la hice mía desde la primera vez que la oí.

También hay una plaza preciosa con trastolillo incluido que hoy lleva grabado mi nombre en cada esquina (o eso imagino), donde Muse y las fotopsias me trajeron por la calle de la amargura en el trasiego del autobús no hace mucho. Y después el recuerdo del cine al aire libre de las noches adolescentes en Almuñécar o el de la sesión continua los domingos en el Roma con los primos llamando a Trinidad alborotadamente y buscando monedas en los sillones durante los descansos. 
La imaginación entonces se despertaba de cien mil maneras: Con los bicharios de verano, los palillos chinos para el arroz, el Risk o el monopatín, ése que me trajeron de los Estados Unidos y que volví a utilizar por primera vez en La Dehesa después de mi meningitis meningicócica en medio de las protestas de mi madre.





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