Estereotipos e imbecilidades.-

Uno de mis compañeros de trabajo destaca por especial. Tiene una amplia sonrisa, altura escasa y neuronas hiperfuncionantes. Suele ser ecuánime en sus decisiones, contundente cuando aprecia, alegre y vital por naturaleza, responsable en el desempeño laboral y algo impuntual. Alguna vez lo describí cariñosamente como supermán por su agilidad mental, su capacidad de aprendizaje y adaptación y su sonrisa inteligente y estable. Es el único ser que conozco capaz de hacerse respetar y entender en un ambiente hospitalario explicando a un paciente los riesgos de una biopsia con aguja gruesa agachado a la vera de la silla de ruedas, en cuclillas y vistiendo chanclas y bermudas. Y es que el dogmatismo nunca es bueno, y menos hablando de salud. 

He discutido con él hasta la saciedad sobre religión y es de los pocos que se interesa realmente por la vida y avatares de los que lo rodean. Me divierte, porque llegamos al mismo punto desde perspectivas y mundos totalmente diferentes, y transforma muchas veces mi entorno hostil en sonrisa con ocurrencias puntuales. Animal social como nadie y padrazo con todas las letras, en el animalario casero madrileño no tengo la más remota idea de cómo o dónde clasificarlo. Le gustan las maquinitas de postprocesado y la fotografía, como a mí. Y su opinión merece siempre un oído atento o una segunda e incluso tercera lectura.

Alguna vez me pregunto si cuando sale a tomarse unas cañas por la ciudad alguien que lo observe se dará cuenta de la calidad de su materia prima o se quedará pendiente de su estética y sus maneras algo asilvestradas.

Recientemente se dedica más a su familia porque parece necesario y cada vez disfruto menos de esos cinco minutos que me solía regalar cuando podía. Su mirada se enturbió en los últimos tiempos porque la vida lo trató con injusticia a mi parecer.

Cuando lo veo recuerdo la charla de mi abuelo sobre la misma moneda para todos, sólo que unos ven la cara y otros la cruz, siendo cuestión de perspectiva. Sus imágenes artísticas son vasos con contenido líquido estudiados desde arriba, las mías expresan desde el suelo lo que no consiguen hallar (ni probablemente lo hagan nunca) desde la altura de mis ojos.

Este otro repostero que miro desde el sofá es una pareja del siglo XV en el día de su boda, ella portando brial de tafetán color rosa (estilo florentino) con urdimbre en hilo de oro e iniciales bordadas en la cintura, tocado alto de idéntico tono y collar sencillo, y él, en colorida oposición conciliar, a base de dos tonos verdes, cardenillo para las mallas y hoja para el jubón adamascado, con burelete vino y “patte” larguísimo sobre el hombro derecho hasta media pierna, cabeza inclinada al mismo lado, daga rondel en la mano derecha y bastón en la izquierda, el extremo inferior al lado del perro. Dos ángeles (uno rubio y uno moreno) custodian la salida de la celebración. Los cuerpos de ambos en verde oliva y los ojos rosas.

A veces me pregunto la razón por la que las personas no logran ver más allá de sus narices. Hay tantísimo que mirar.












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