San José y San Fernando en Cuarentena

Hoy, día de San José, al hablar por teléfono con mi padre para felicitarlo, he comentado “ya te escribiré algo para que lo leas dado que no te puedo visitar ni regalarte nada”. Él me ha contestado con esta frase timbrada con tranquilidad y entonada alegremente: “No es necesario, chavala” y entonces he decidido estudiar y estudiar sobre Radiología del Covid-19 pensando para mis adentros en otro refrán muy de casa, el de “la obligación antes que la devoción” y también en la Parábola de los Talentos.
Ahora, muchos minutos después, ya me permito relajarme recordando en la distancia y en el tiempo.

Entre las múltiples anécdotas sobre mi padre y yo hay algunas que merecen especial mención: Una madrugada de un martes o miércoles durante una etapa de huelga universitaria tuve a bien despertar a mi querido progenitor con algo así como “¡papá, he perdido a mi novio en la esquina de esta calle con aquella!”. Y el pobre se levantó, escuchó con atención el relato inverosímil, se vistió y salimos juntos a buscar al susodicho por Madrid, incluso nos informamos deteniendo a la Guardia Civil para preguntar por la matrícula de su motocicleta hasta personarnos en la misma puerta de su casa. Eran otros tiempos, sin teléfonos móviles, y algunas cosas resultaban más sencillas pero otras se complicaban. Nuestra aventura nocturna no fructificó y los detalles me los reservo porque tras alejarse intentando arrancar su Vespa roja cuesta abajo aquella criaturita se cansó, aparcó el vehículo y también a su chica y se marchó como si tal cosa en el cochecito de San Fernando dirigiéndose hacia la plaza de Quevedo, que era donde vivía entonces, para dormir plácidamente mientras los dos cretinillos se paseaban por la ciudad nocturna con cierta desazón perdiendo algunas horas de sueño.

En otra ocasión sus fuertes dedos sujetaron a sus dos hijos en una terraza de Bagur ya que estuvieron a punto de imitar a Peter Pan y Wendy para salir volando arrastrados por una hermosísima tramontana. Y esos mismos dedos engancharon la mano derecha de su hija de trece años nada más descender por las escaleras de un barco atracado en la ciudad de Estambul para soltarla, sudorosa, únicamente durante las comidas o ir al aseo, porque en los mercadillos de entonces se vendían muchísimos artilugios, lámparas, alfombras y alguna cosa más.
Sus manos también sirvieron para sostener el asiento de mi bicicleta mil veces (tocina que era una) o engrasar la cadena (una BH blanca plegable que viajó en el maletero junto a la de mi hermano por media España), hacer burritos con alforjas de papel, loros, pingüinos y otros muchos animales más lucidos, terminar láminas de Dibujo Técnico, escribir traducciones de Latín, lograr carambolas al billar, jugar al ping-pong cambiando la raqueta de lado, resolver integrales, regalar ex-libris, entretener a nuestros amigos en los cumpleaños con su magia, arreglar pequeños electrodomésticos, sujetar el volante del coche durante kilómetros y kilómetros por Europa, emplear agujas para extirpar astillas de las rodillas, transportar sacos de melones de Villaconejos o rellenar diez páginas del Libro de Reclamaciones de entonces en un pequeño restaurante.
Algunos padres son muy padres, otros lo son menos. Juzguen ustedes.







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