El Terrorismo Afectivo.-

Existen momentos históricos del ser humano que marcan un antes y un después y de los que nunca se conoce el camino de vuelta, o al menos no el regreso al mismo punto donde se encontraba uno previamente. Son esos que rompen la mismidad hasta límites insospechados, los que se encarnizan con el pensamiento, los que destrozan el equilibrio sin parangón, los que anulan la capacidad de discernimiento. Yo los denomino Instantes de Terrorismo Afectivo. Porque todo ser humano, hasta el más fuerte, tiene siempre su talón de Aquiles, por diminuto que sea. En ese milímetro o micrómetro o nanómetro o angstrom (o aún más pequeño, porque existen unidades de medida menores: Picómetro, femtómetro, attómetro, zeptómetro) la persona alcanza su máxima vulnerabilidad y puede perderse sin reencuentro. O también es capaz de recolocarse y disminuir progresivamente esa fragilidad recién descubierta para encarar su existencia con un planteamiento totalmente diferente del inicial.

Por ejemplo, para un ser social como yo el consentimiento externo siempre fué algo que tuve en cuenta para moverme por la vida, hasta que descubrí que las personas potentes jamás somos aprobadas por nuestro medio ambiente: O se nos exige en exceso o somos vilipendiados por nuestro comportamiento que, como es lógico, no pasa desapercibido casi nunca. Y ahí entramos en conflicto social, ¿hago lo que se espera de mí o hago lo que yo quiero?. ¿Cómo se consigue el nivel de independencia suficiente como para sentirme bien conmigo mismo sin herir al otro y sin desprestigiarme?.
Recuerdo una discusión acalorada con un antiguo amigo en la que me permití el lujo de decirle “pues ahí tienes un problema”. Y atiné de tal manera con mi dardo sobre su diana que expresó hiriente en un minuto todo aquello que nunca había explicado a nadie, y aquel autoejercicio de catarsis creo que lo salvó de sí mismo pero mostró tal intensidad y agresividad verbal que rompió nuestra relación definitivamente. Porque el ensañamiento es algo que me repugna y espero no recibirlo jamás en mi regazo. La violencia confío en utilizarla como defensa puntual, nunca como actitud habitual.
En el otro extremo se encuentra la capacidad de adquirir docilidad en un contexto de salvajismo, que en mi caso solía ser alta, aunque se corre el riesgo de verse malinterpretado y confundir el esfuerzo diario por adquirir mansedumbre y tolerancia con la estupidez y el pasotismo.

El resultado final de toda esta desmesurada capacidad perceptiva casi siempre lleva parejo un aislamiento afectivo que se hace cada vez más patente con el devenir del tiempo y con el que uno debe aprender a convivir sin enrarecerse demasiado. Y esto sí que supone un riesgo evidente, porque los límites entre la normalidad afectiva y la patología afectiva son muy escasos. En general mi solución perfecta es tratar con ancianos y con niños, y analizar con calma sus perspectivas, así como buscar lo hermoso de cada situación en la medida de lo posible.
Y sí, tiene razón mi hija, filosofa aquel que no dispone (o no quiere disponer) de mucha vida social.




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