Animalario sacrosanto.-

Llevo todo el día dándole vueltas al deseo de escribir, pero a veces una persona tiene cosas que expresar y quiere hacerlo y en otras ocasiones no le sale del fondillo. Entonces se me ha ocurrido que donde la espalda pierde su honesto nombre es una región anatómica con cierto riesgo visual, la sacra. ¿Sagrada?, ¿por qué sagrada?, ¿no sería mejor sacrosanta?. Y me he divertido recordando anécdotas sobre dicho espacio. Porque nuestro vestigio caudal a veces sufre regresiones (que yo diagnostico o controlo estudiando en Resonancia Magnética) para parecerse en cierta medida a nuestros congéneres los reptiles. Y en mis múltiples saltos de pensamientos e ideas (que no ideologías) me he imaginado a éste como anápsida y a aquel como iguana, repleto de escamas, ambos de sangre fría y ovíparos. Después me han venido a la memoria los enormes trozos de jamón que engullían las tortugas de mi amigo Pepe cuando estudiábamos el M.I.R. Y luego he sufrido con la imagen espantosa de los miles de crías de tortuga laúd queriendo llegar al agua del mar desde la playa y algunos cientos de gaviotas y albatros cazándolas sin piedad en su recorrido.

Y ahora me detengo en mi disquisición y medito: ¿Como puedo empezar escribiendo sobre el fondillo y terminar con los albatros?. Me parece que el vuelo de Juan Salvador relatado con alas de gaviota y cerebro de visionario enternece mucho más que el sufrimiento de unos pobres animalejos en su lucha por la supervivencia natural. Y de ese libro me encantaban unas hojitas de papel ligeramente rugoso semiopaco agrupadas en el centro donde figuraba una serie de fotografías que estudiaban el movimiento progresivo del lárido en el aire, intuyéndose el contorno del ave entre una hoja y la siguiente y que únicamente mediante la percepción táctil del papel, tan diferente del resto, tan peculiar, le obligaba a uno a soñar con corrientes de aire y batir de élitros.

Y como colofón a mi animalario casero merecen especial mención aquel pato de Castro Urdiales que se llevó una gaviota por mi ventana infantil para que yo no sufriera con su pérdida, la oruga verde gigante en el chalet de Fernando que tenía ojos delante y detrás, igual igual al libro de enormes y coloridas imágenes que nos trajeron los Reyes Magos sobre los animales de varias clases, órdenes y familias y su capacidad para esconderse y protegerse en su hábitat natural, el lagarto verde que se paseaba elegante por nuestra piscina de Manzanares los atardeceres de verano, la serpiente que en Ellicott City sacaba de paseo colgada al cuello y enredada en mi pelo y mi perdiz Gilda, que cantaba en su jaula atronando el patio a donde daba la cocina y que acabó (creo) sin nombre estofada y riquísima. 









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