Sor Citroen.-

La tarde se tiñe de un vacío congelado palpable que alarga la inspiración, dificulta la salida de dióxido de Carbono y adormece dolorosamente los dedos. Es hora de partir y los cuatro, recién comidos, suben al coche, un Renault 12 ranchera de color blanco, los chicos delante, las chicas detrás. Ríen estruendosamente casi sin motivo, hormonados y alegres por el comienzo del fin de semana y la excursión, cuyo destino es una casa perdida en las montañas segovianas regentada por unas monjas. En las mochilas, que depositan organizadamente en el maletero, vaqueros de repuesto, calcetines gordos, mudas y pijama. Alaska y Dinarama en la radio. Cantan: “¿Dónde está nuestro error sin solución?”...
Una hora después comienza a nevar copiosamente. Dejan la autopista de peaje y alcanzan una comarcal empinada, mapa en mano del copiloto (aún no existen los navegadores ni los teléfonos móviles). A los veinte minutos las señales de indicación se van tapando por la nieve. Deciden colocar las cadenas del coche y hacer turnos para bajar, limpiar el metal con el guante, leer lo que pone y subir de nuevo al automóvil. Parece una “gymkhana”.

En dos horas comprenden que están perdidos por carreteras de montaña cubiertas de manto blanco, anochece y siempre parecen regresar al mismo punto. Apagan la radio, ya no se escucha a Los Secretos ni a Loquillo. Se respira cierta tensión emocional. Cada vez resulta más cansado asomarse para recibir el golpe facial de frío y nieve y así orientarse, e incluso dos de ellos se ponen a discutir sobre si deberían haber salido antes. 

Son ya las nueve, es noche cerrada y continúa nevando. El motor retumba en el silencio y las ruedas empiezan a patinar. Una de las chicas se pone a llorar. La otra se enfada con ella. El conductor frena. “Tenemos un cuarto de depósito”. ¿Alguna idea?”... “Yo propongo detenernos en un claro. Poner las luces de emergencia un rato y rezar para que aparezca alguien. Si no vemos ningún vehículo dormimos en el coche y al amanecer (esperemos que haya dejado de nevar) intentamos movernos, con o sin él”. Alguien suspira. “Bueno. ¡Pon música, please!”. “¡Nada de música!, ¡que nos quedamos sin batería!”.
Son las diez, hay tres grados bajo cero fuera y dos o tres dentro. No se oye nada.
“¿Eh?. Allí a lo lejos se ve un coche.”. Uno de ellos enciende todas las luces y toca el claxon. Los otros tres pegan saltos, hacen aspavientos y gritan. El otro conductor los ha visto. ¡Se abrazan!. 

Un Cuatro Latas de color indescriptible (verde o azul claro) se detiene a un par de metros. Se abre la puerta y... No parece posible pero se baja una monja de unos cincuenta años, morena, pecosa, vestida con hábito y toca negros, un plumas azul marino gastado, manoplas y botas chirucas de las de toda la vida. Hunde una de ellas en la nieve cuando saca la pierna izquierda. “¿Quién se llama Ruth?”. Yo abro la boca y los ojos y levanto mi mano derecha, como en el colegio cuando pregunta el profesor. “Pues tu padre ha llamado a la Guardia Civil hace tres horas y os estamos buscando desde entonces. ¡Hala!. ¡Seguidme!”.
Y muy muy callados, avergonzados e incluso abochornados se colocan detrás del Renault, que ni siquiera lleva cadenas, no se oye en off la voz de Gracita Morales pero casi, y veinte minutos después están entrando por el hermoso portón de la finca. “¡Venga!. ¡Llamad a casa lo primero y luego a cenar, que os hemos preparado sopa y tortilla de patata!”.
“¡Alabado sea Dios!”, comenta santiguándose otra monja gordita a la entrada.
Cabizbaja, después de utilizar el teléfono, Ruth se siente como un cero a la izquierda. Sí, ni libertad ni nada, son unos jóvenes estúpidos que se han puesto en peligro sin necesidad. ¡A ver si mañana el paisaje despeja las ideas!. ¡Pero qué bien se está a la lumbre!. El frío se había metido hasta el alma. La sopa está riquísima, se parece a la “De Profundis” de la tía Maribel.








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