Leer en inglés.-

Un día, hace mucho tiempo, decidí que mi segundo año de preparación del M.I.R. iba a dejar de ser tan aburrido como el primero y me compré la última edición en versión original del “tocho” con hojas casi transparentes que estudiábamos por aquel entonces, “Harrison’s. Principles of Internal Medicine”, encuadernada en verde en lugar de marrón, y aquello me gustó. El precio fué desorbitado pero presumí paseando los pies del profeta en su primera página, como siempre, y estudiando un único tomo (en lugar de los dos del traducido) con la sensación permanente de que estaba leyendo La Biblia, y además le di dos vueltas enteras, (sí, dos, increíble pero cierto). 

Durante la carrera una clase de una hora se traducía en más de cincuenta páginas del librito en cuestión. Si tenemos en cuenta que en nuestro horario de ocho a tres, a partir de tercero, dos horas las invertíamos en pulular  por las diferentes salas e historiar a los pacientes, entonces las otras cinco recibíamos información como oyentes. Así, cuando después de comer se ponía uno a revisar lo que correspondía al día lectivo en volumen impreso casi siempre daban ganas de llorar porque no descendía de los trescientos folios por ambas caras. Por supuesto a las dos semanas de empezar el curso ya llevaba uno un retraso importante, y a la cuarta semana los nervios comenzaban a hacer mella en el alma. Aquello resultaba imposible. Ni cine, ni guitarra, ni gimnasio, ni natación, ni nada de nada. Si uno quería aprobar la Anatomía tenía que encerrarse con Testut o con Rouviere o con Orts-Llorca (que ya eran bastante mayores en aquel entonces) o con sus fantasmas y además con Sobotta como referencia anatómica visual haciendo un estupendísimo ménage à trios, si era la Bioquímica se ennoviaba una con Lehninger y charlaba con él hasta las mil y monas y para la Fisiología Guyton escribía largas poesías sobre el flujo laminar arterial y las turbulencias. Pero Harrison era especial, siempre marcaba la diferencia: Te enamoraba durante tres años seguidos y allí seguía contigo dos o tres lustros después, aguantando como un campeón.
Ahora todo es diferente, la oferta de novios ha aumentado significativamente, con lo que las aventuras no se comparten casi nunca y siempre siempre se constituye un trío: El teléfono, el elegido y el estudioso. Y eso me ocurre hasta a mí misma, que dispongo de una aplicación descomunal sobre anatomía humana en la que muevo, quito, pongo, giro o amplío con un dedo o con varios cualquier músculo o estructura vascular del organismo.

La conclusión final es que para adquirir cultura médica un ser humano debía embrutecerse y abandonar sus dotes artísticas. Y esto era así hasta que una mañana en que mi padre se despertaba en un hotel de la Gran Manzana le pedí que me trajera un libro de lectura en inglés que además estuviera de moda, y él, que me conoce bien, eligió a un hijo de una tocaya cuya portada me pareció impactante y me leí aquella novela de misterio de un tirón, mientras Harrison se tornaba rojo rutilante de envidia descansando sobre la estantería en su siguiente edición. Aquel fin de semana disfruté como nunca poniéndole los cuernos al afamado profesor con la escritora sin el menor vestigio de culpa porque los médicos de verdad, señores, suelen ser un verdadero tostón. 














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