Gondoleando.-

Los lindos catorce emulando unos veinte o veintiuno llevaron de cabeza a mi señor padre, que se esforzó con preciosismo para preservar íntegra la armonía familiar, no exento de cierto marcaje territorial elegante y sobrio, elaborado siempre con perfección artística. Allá donde viajábamos retumbaba, pero de eso me di cuenta muchos años después. 
Cuando aún Pisa torcía su ascenso peatonal, cuando la pasta se elaboraba en la cocina, cuando los Uffizi sonreían sin desplome, cuando todos los caminos de la ciudad eterna eran sólo caminos, cuando los mosaicos no significaban alteraciones cromosómicas, cuando la belleza clásica acertaba, cuando la piedra se transformaba en oro y cuando aún no existía el euro observé Italia adolesciendo rodeada de moscas espantadas sin grandes pretensiones. Entrenados para sobrevivir a miles de cuadros diarios comíamos bien, andábamos más, discutíamos y reíamos sorprendiéndonos con los gallos de Murano, sin gafas de diseño, zapatillas de marca u horteras en abundancia vapuleando sin reparo paleoestética, contraestética y neoestética.
Había que cumplir y cumplíamos: En horarios, paradigmas, filosofía y ciencia. Porque la “vacación” en casa era sinónimo de “cosa diferente” no de descanso. Y donde íbamos nos mimetizábamos para no desentonar, y lo hacíamos bien, salvo una noche, porque el ser humano, allá donde va, es demasiado simple. 

Si el vaporetto llegó pronto o tarde no lo recuerdo, pero el olor estancado penetraba hasta el lóbulo olfatorio y sentí nostalgia prematura por lo que en aquel entonces se me antojó decrépito. No quiero imaginar su aspecto actual, no podría manejarlo. Y desde dentro, al anochecer, ya vacía la ciudad de ruido, como es habitual en todas partes, nos afanamos en utilizar los recursos del lugar con fines lúdicos para unos y económicos para otros. Las mujeres nos pusimos guapas y los hombres limpitos. Y me coloqué unas sandalias planas y un mono rojo tobillero con tirantes de cordones ajustado con otro idéntico a la cintura que resaltaba mi morenez (porque por aquel entonces, aún sin lupus, podía pasarme el día en la playa tranquilamente) . Me peiné, como hacía siempre, mi larga y emblemática melena estilo Pocahontas, tan larga que me podía sentar sobre ella, y me subí en una góndola con mi rebequita al brazo para no pasar frío entre los canales. Cuatro en ésta y cuatro en aquella (en aquella los padres, claro). El caso es que le gusté al gondolero, pero también a uno de los que se sentó a mi lado, con cierta calvicie prematura, de unos veinte. Mi padre observaba sin rechistar. Y así nos movimos, aquel chistoso guiñando ojos en los cruces a unos y a otros, luciendo sin pudor a la “niña de rojo”, y éste jugando entre el acercamiento al rutilante y el alejamiento al rayado. Y la menda sorprendida pensando “están locos estos romanos”, mientras Panoramix preparaba la pócima mágica y Astérix sonreía distraído jugando con Idéfix. El caso es que practiqué cosas que ya había aprendido años atrás, precoz que ha sido siempre una: El equilibrio en las góndolas resulta más complicado que jugar al ping-pong con la zurda y hay que cumplir las mismas normas que cuando se va en moto de paquete o se juega al futbolín de portero, inclinarse hacia donde va la curva (siempre y cuando el peralte sea el adecuado y el delantero diferente de Ronaldo) porque si se hace lo contrario se cabecea y corre uno el riesgo de caerse al agua, y aunque se nade bien se hace bastante el ridículo. 

Años después, hubo otro barco más grande en aguas turquesas, y yo era esta vez el padre, y nos reímos mucho la hija y la madre con gran naturalidad, porque los dos modelos eran espectaculares y hasta estuvimos a punto de hacernos una foto con ellos, mientras nos embadurnábamos las caras con protector solar 60B 30A, porque la capa de ozono ya no tapaba como antaño, la progenitora había regresado del Tártaro dos veces y no tenía muchas ganas de volver. Es cierto, la imagen ambivalente de Nerón tocando la lira y cantando “omnímodo poder” me ha dado siempre una grima tremenda.








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