Demagogia y Equilibrio.-

No lo recuerdo, pero siempre cuenta mi madre mi tristeza infinita cuando semana tras semana mirando un programa de TVE que se llamaba El Jardilín la presentadora veía a todos los niños menos a mí: “Te veo a ti, María, y a ti Pedro, y a ti, Rocío”, a mí jamás. Mi nombre nunca se encontraba entre los elegidos para ser observados. Hasta llegaron a realizar una petición por escrito a los responsables, pero el espacio infantil desapareció del panorama televisivo antes de que aquella alegre señorita me incluyera en sus miradas. 

Ahora los tiempos cambian, pero las situaciones se repiten. Y es que a mí no me ve nunca casi nadie, al menos no tal y como soy yo, y tengo complejo de balón de rugby bajo la melé, ahí, al alimón. El caso es que tampoco me importa demasiado porque cuando se celebra el Torneo de las Seis Naciones resulta que mi nombre es habitual en cuatro de ellas, pronunciado como zeta al final en lugar de “t” (yo, mí, me, conmigo) y hache muda, y circunstancial en las otras dos. Y es gratificante existir casi siempre en los créditos de las películas de habla inglesa ya sea como ayudante de producción o segunda cámara o encargada de vestuario o del montaje musical. 

Siempre me gustó mi nombre. En mi juventud por lo poco habitual y su cortedad, capaz de ser deletreado en un abrir y cerrar de ojos, sobre todo por mi madre, que añadía los dos apellidos y rápidamente empezaba una a cuadrarse mientras analizaba mentalmente los desaguisados de los que podría haber sido responsable. En mi madurez por lo sencillo que resultaba añadirlo a cualquier presentación de diapositivas para explicar las secuencias resonantes más habituales o incluso los artefactos reconocibles en ellas. Así que un día, harta de la originalidad y lo exclusivo, inventé un pseudónimo (no un pseudópodo ni una pseudomonas aeruginosa) y adjunté una fotografía estilo selfie liliputiense y me quedé tan a gusto, creyéndome Voltaire (“Un minuto de felicidad vale más que un año de gloria”), Azorín (“La elegancia es fuerza contenida”), Gabriela Mistral (“Hay sonrisas que no son de felicidad, sino una manera de llorar con bondad”) e incluso Stephen King (“Soy tres mujeres, soy la que era; soy la que no tenía derecho a ser pero era; soy la mujer a la que has salvado. Te doy las gracias, pistolero”), para descubrirme como cualquiera, con sus veredas, sus recodos y sus cruces. Y aquel día lloré amargamente pues no me había convertido en princesa ni fregoncilla ni tan siquiera Caperucita, sino casi en cucaracha kafkiana incapaz de darse la vuelta en el colchón para levantarse. Entonces mi amiga me miró de frente y me hizo sentirme importante mostrándome su fortaleza y la admiré y la respeté y respiramos dos segundos, ella su paquete de tabaco y su educación pseudosoviética y yo la pseudolibertad, para regresar sin demora cada una a su hábitat natural, demasiado natural, diría yo. Tan es así que me planteo cómo reeducarme en valores y equilibrio sin morir en el empeño, y no lo tengo claro, ni oscuro ni nada. En resumen, visto lo visto mejor me voy a dormir en los laureles, que no lo he hecho nunca hasta este año y me va gustando. ¡Hasta más ver, gachupines!.














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