Una tarde más.-

El hastío cesó al escuchar el saxo, y la música cambió la morfología del atardecer transformándolo en un momento inacabado de rayos de luz reflejándose y refractándose en los medios sólidos y líquidos que no servían sino como forma lúdica de aprendizaje científico y juego malabar artístico. Entornando ligeramente los ojos, Filomeno (a su pesar y al mío), se permitió el lujo de expresar una media sonrisa mientras respiraba aparatosamente su broncopatía crónica como si regresara de una larga noche de cigarros puros y gin-tonics como antaño, aunque ya nunca podría cantar a borbotones aquella borrachera de la fiesta de Nochevieja en casa de Pura, cuando entre risas colgaron a Luisito por un pie de la lámpara del salón porque no les quería contar con quién se había ido a pasar Martín el fin de semana a Moraira. Luego el pobre estuvo quince días cojeando del esfuerzo y sin hablarlos un mes. 

A su derecha, en la mesa contigua, un hombre de unos cincuenta pasaba sin interés las hojas del Marca, como si estuviera pensando en otra cosa. De frente una mujer joven con rasgos asiáticos bebía un zumo de naranja mientras tecleaba en su portátil de diseño. A lo lejos, por el paseo, una pareja de mediana edad charlaba mientras el hombre sujetaba la correa de un precioso Terrier blanco que ladraba estrepitosamente en dirección a la playa. “Probablemente ha olisqueado algún animalejo pequeño, a lo mejor un ratón”, pensó Filomeno, mientras apuraba su clara de limón. “Ya no ponen ni aceitunas. ¡Qué cutrez!”. El camarero, calvo, sudoroso y con cara de pocos amigos agrupaba en columnas las sillas de las mesas vacías para ir agilizando el cierre.

Al fondo, como un puntito, el catamarán de Santiago, el hermano de Lucía, se movía a gran velocidad, y no pudo evitar recordar aquella ocasión en que haciendo vela en una cala de Porto Petro se cruzaron con el Fortuna, y alguien desde cubierta los saludó a modo de disculpas por el susto. “¡Cómo cambian las cosas!, ahora, con suerte, podría conducir la Vespa roja que se quedó en el garaje de casa cuando Ric se marchó a trabajar a Barcelona”.
Delante justo del quiosco de periódicos un hombre de color con aspecto de masái vendía gafas de sol que tenía cuidadosamente colocadas sobre una manta en el suelo, oteando a su alrededor no sin cierta compulsa, dispuesto a recogerlo todo en cinco segundos si aparecía de lejos algún policía nacional.

Lo cierto es que la fauna y la flora del atardecer resultaban entretenidas. Tres jovencitas caminaban en bikini hablando a gritos y no pudo evitar seguirlas con la mirada. “Filomeno, ten cuidado, que te estás convirtiendo en un viejo verde”. “Va a cambiar el tiempo, me está doliendo el índice de la mano izquierda. Cuando te rompes aparatosamente un hueso ya nunca se queda uno igual”.

En un instante el sol se escondió en el horizonte y empezó a refrescar. “Tres euros cincuenta. Una burrada, musitó”. Tardó en incorporarse, le molestaban las lumbares y, arrastrando pesadamente los pies, se marchó en la misma dirección que las chicas. Olía a carne a la brasa. Alguien estaba preparando una barbacoa. Se le abrió el apetito. Un Focus rojo tuneado con gusto pésimo se detuvo en el semáforo atronando el lugar con música tecno. “Sí, soy un viejo verde y además estoy de mala leche”.





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