La Terraza con Vistas al Cielo


Hace muchos muchos muchísimos años había en una casa una terraza con barandilla de madera de nogal, era una barandilla con historia, historias diría yo. Lijada y barnizada por mi madre con nuestra ayuda muchas veces, utilizada como puerta a la libertad adolescente alguna madrugada e incluso sala de juegos para carreras de chapas. A su través las vacas se entretuvieron con nuestras plantas y se alimentaron, y allí mismo apoyó mi abuelo la radio chiquitilla donde escuchaba los "partes" a las 'en punto' cientos de veces en el silencio de las noches estivales, decorado únicamente con el canto de nuestro grillo casero.

En cierta ocasión saltada brusca y atropelladamente por mi padre, al escuchar petardos y observar a lo lejos que uno de los toros del encierro del día (en las fiestas del pueblo) había escapado y era perseguido por una docena de mozos, mientras nosotros, los niños, jugábamos, despistados y a lo nuestro, en el prado de al lado. Obligados a subir a una peña enorme, comprobamos riendo inconscientemente, con él sujetándonos con fuerza a todos por los brazos, cómo el enorme animal pasaba a nuestro lado resoplando, mientras el resto de la familia, apoyado en el pasamanos recién arreglado y suave, asistía sorprendido, y algo asustado también, al espectáculo.

Nunca le presté atención a aquella terraza. Era como "el Camarote de los Hermanos Marx". Sus escasos metros cuadrados aumentaban en función del número de "terrazantes" (¿?)

Allí me enseñó mi padre cuál era la Estrella Polar y Casiopea, y miramos muchas veces las Perseidas, El Picazo en la oscuridad, y otras cosas. También jugamos al chinchón con la fresca y pegamos los 'bichos' en nuestro Animalario vacacional. 

En la esquina, junto a las arizónicas fue enterrado nuestro guacamayo un aciago día, y unos metros más allá mi primo, mi hermano y yo hicimos trastadas y alguna travesura. Debajo de la terraza contamos miles de arañas y alguna tarántula y también canté y compuse mis primeras canciones. 

La casa y su terraza se marcharon cuando se fueron mis abuelos.

Una noche de Diciembre en 2012 volví buscando algo, supongo. Buscándome, creo. La madera estaba cuidada, barnizada, limpia, igual que siempre, y por un momento me pareció escuchar a Bonifacio, nuestro loro, silbando la música de "El Puente sobre el Río Kwai" en su jaula y mareando a Blacky, el perro de nuestro amigo Amador, llamándolo a gritos, y la noche se volvió hermosa, había grillos cantando, y yo regresé a lo que debía ser mi hogar con mi cabeza sobre los hombros, dispuesta a encarar un futuro incierto que ya tenía preparadas miles de sorpresas para mí, aunque yo no lo sabía. 

Es que cuando uno está bien en casa no se necesita ir a ninguna otra parte.

¡Feliz y extraño Domingo atmosférico en Madrid!.













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