Las Corbatas del Puerto de Génova

Hace cuarenta o cincuenta años (ya una eternidad) no se viajaba tanto porque los medios de transporte eran menos numerosos y más caros. Sin embargo, la fortuna quiso que mis padres hubieran alcanzado una posición social con acomodación suficiente como para abrirnos, a mi hermano y a mí, las puertas al mundo (lo cual, a mi entender, constituyó un privilegio notable). Les gustaba viajar, tanto por España como por el extranjero, y siempre que podían nos llevaban con ellos. Solían comentar que conocer otras costumbres era cultura, que se aprendía de todo y de todos, y que había que adquirir tolerancia. Esta charla, habitualmente materna, la solíamos denominar “el rollito 1085 de mamá”, porque a todas les poníamos número, y ella sonreía. Los sermoncillos fueron siempre abundantes: Sobre la comida y el respeto a la cocinera comiéndolo todo aunque no nos gustase, sobre la ancianidad y las canas, sobre la Parábola de los Talentos, sobre doña Urraca (en realidad era Alfonso VI el protagonista, cuyo reino era repartido entre sus cinco hijos, aunque yo siempre me quedaba con el nombre de la Reina “pajarita” porque me hacía gracia pensar que tenía nariz puntiaguda), sobre Lope de Vega (le encantaba Lope. Tuvo como profesor en el instituto a Gerardo Diego y la literatura enraizó con fuerza en su día a día), sobre lo hermoso de la poesía (y nos recitaba en las comidas para entretenernos “hurí del edén, no llores, vete con tus caballeros”), sobre la verdura que no te querías comer (desde su siembra hasta la compra en el supermercado pasando por transportistas y venta al por mayor) y un sinfín de asuntos políticos, económicos y socioculturales. Ella era nuestra televisión de la cocina y siempre nos gustó. 
En el año 1978 decidieron que nuestras vacaciones adquirirían un tinte algo exótico porque a nuestros doce y trece años respectivamente ya éramos lo suficientemente mayores como para percibir el entorno y la Tierra, ese planeta tan grande. Así que embarcamos en Barcelona en un nuevo, precioso y reluciente barco soviético con capacidad para trescientos pasajeros que había sido bautizado con el nombre de Беларусь (Bielorrusia). Aquello resultó emocionante de principio a fin. Al subir por las escaleras mi imaginación me transformó en una princesa centroeuropea y disfruté de lo lindo; de los juegos preparados para entretener a los niños en alta mar, de los disfraces de pirata con los que ganamos el concurso, de las gaviotas pescando en el revoltijo de agua producido por las hélices de popa al acercarnos a la costa, de las cenas con espectáculo, de los simulacros de incendio, del agua alcanzando a ratos la cubierta principal una tarde de cierta marejadilla en la que fuimos los únicos en el comedor para cenar mientras copas, platos y cubiertos bailaban alegremente a pesar de los estabilizadores, de mi adorado Estambul y su Bósforo (“el patriarca de Constantinopla se quiere desconstantinopolizar”), y tantas y tantas anécdotas.
De regreso por Nuestro Mar (habíamos llegado incluso hasta el Negro y observado el Stromboli en erupción) atracamos en Génova. El puerto era un hervidero de ruido y actividad de toda índole entremezclada: Venta ambulante, compra de pescado, turistas, grúas, redes y pescadores, grandes cajones de madera, camiones, militares, policía portuaria... Y visitamos la ciudad y el espectacular cementerio de Staglieno, la Porta Soprana, la casa de Cristóbal Colón, la catedral de San Lorenzo, el palacio de San Giorgio y súbitamente mi hermano y yo concluimos que no paseábamos ni medio segundo más, ni escuchábamos medio discurso más sobre el origen de las especies en ningún museo ni nada de nada, porque después de trece días de viaje nuestra desarrolladísima capacidad de asimilación de ideas e imágenes se había saturado sobremanera y nos empecinamos en regresar a la embarcación para descansar. Tras una pequeña discusión familiar nos volvimos con unos conocidos con los que mis padres habían congeniado, una pareja muy agradable, militantes los dos del Partido Comunista.
Para entrar en el barco debíamos entregar un disco de plástico numerado que unos oficiales nos cambiaban por nuestro pasaporte al salir y que servía como salvoconducto. El caso es que yo llevaba mi ficha en la mano sujeta con fuerza y di un pequeño traspiés, se escapó de entre mis dedos y fue rodando y rodando y, aunque grité y corrí, no pude evitar que terminase su recorrido en el interior de un sumidero de la alcantarilla del puerto, a escasos metros del malecón cerca del trasatlántico. Y allí se quedó, en un pequeño saliente del suelo que observé a través de la rejilla con algo de angustia al comprobar que, desde ese instante, yo era una ciudadana del mundo indocumentada con cara de panoli mirando el hormigón de un puerto italiano, como Marco el de Corazón.
Y se obró el milagro. El griterío atrajo las miradas de muchos curiosos que se arremolinaron alrededor y también de algunos vendedores, imagino que para aprovecharse de las circunstancias.Todos hablaban con nosotros y gesticulaban con hiperactuación opinando sobre cómo podíamos recuperar la dichosa fichita. Mi mano entraba por los agujeros hasta la mitad del antebrazo, pero el circulito se encontraba más abajo. Y entonces un vendedor de corbatas llamativas, todas muy almidonadas, que las llevaba primorosamente protegidas con plásticos impolutos en una cesta colgada con una especie de cinturón me miró, sonrió, dejó el enorme canasto en el suelo, cogió una de las corbatas y la introdujo por un lateral de la 
oquedad metálica, empujando y elevando la puñetera chapita con mucho cuidado por la pared lo suficiente como para que la pudiera coger yo, que la limpié de la humedad frotándola contra mis vaqueros, sonriendo ampliamente entre los aplausos de los asistentes y casi dándole un beso a aquel individuo que me observaba con ojos divertidos. No aceptó propina y subimos la escalera de entrada mientras mi hermano comentaba en voz alta “mejor no se lo contamos hoy a papá, ¿te parece?” Y yo asentí, entrando de nuevo en aquel espacio soviético tan diferente a todo lo que yo había conocido hasta aquel entonces.


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