La Sonrisa Anatómica

El cráneo humano muestra gran complejidad anatómica. Suturas, canales y agujeros lo recorren en todas las direcciones del espacio a modo de intento de preservación continente, aunque, cierto es que si lo estoy sujetando en mi palma mientras lo observo para estudiarlo es que al final ha fracasado en su ánimo protector. Cuesta creer que en algún instante de su historia su contenido ha asentido y negado como San Pedro, cantado como la Caballé, llorado como Ana Frank, pensado como Platón, reído como Vincent Price, escuchado como los alumnos de quinto en la clase sobre Lutero, mirado como Guillermo el Travieso,  y todos los participios de acción posibles.

Cuando empecé a estudiar Anatomía Humana aún estaba permitido ir de excursión por las fosas comunes para recoger huesos, y eso hacíamos. Uno de los trabajadores del cementerio en cuestión (resultaba mucho más asequible y sencillo en los de los pueblos de los alrededores de la capital, porque los grandes ya estaban copados) nos mostraba un saco de los de patatas con decenas de ellos (previa propina pertinente, claro), grandes, pequeños, medianos y elegíamos. “Este parece un escafoides carpiano, aquel una cuña, la intermedia”. “Yo creo que he cogido la quinta y la sexta vértebra cervicales y una lumbar, ni la primera ni la quinta”. Las manos y los pies eran los más complicados de identificar. A modo de juego un tanto tétrico el que llegaba a conseguir una cabeza completa se convertía en protagonista, aunque si alguno disponía de modelos de todas las vértebras y un sacro tampoco se quedaba corto. Yo obtuve un cráneo (que alguién me entregó) y un coxal, que me pareció la hélice de una lancha motora.
Al llegar a casa cogí un barreño grande de color azul, lo llené de agua y lejía y allí los deposité para limpiar de restos de carne y bichos (alguna de las Ocho Cuadrillas de la Muerte aún se paseaba por el vértice del peñasco derecho) y blanquear. De esta guisa permanecieron cuarenta y ocho horas y después los froté a conciencia con un cepillo de uñas y gran delicadeza en las porciones esponjosas. Mi madre soportó amorosamente la presencia de tamaña osamenta en su cocina y lo que pensó o sintió al respecto no me lo contó jamás.
Sí, así era. Unos huesos humanos en manos de estudiantes. Habíamos cambiado la colección de cromos de Pirulo de La Liga de Baloncesto o de Mazinger Z por otra mucho más llamativa tridimensional, que ya no era una copia cristalográfica en cartón. Se trataba de montar un puzzle y resultaba muy entretenido. A nadie le preocupaba que aquello hubiera sido una persona en algún instante porque a los médicos nos van entrenando progresivamente para soportar imágenes desagradables y situaciones de agresividad estética. Comenzábamos con los huesos y después nos pinchábamos para extraernos sangre los unos a los otros en las prácticas de Fisiología, continuábamos asistiendo disfrazados de verde a intervenciones quirúrgicas en las que se observaba cómo se paraba el corazón para ser intervenido y cómo se ponía en marcha después (iniciando con pequeñas contracciones aisladas para latir sistólica y diastólicamente enseguida tras un ligero golpecito del cirujano cardíaco con el borde de la pinza metálica) y terminábamos con la disección del cadáver. Aquello ya sobrepasaba con creces lo imaginable: El penetrante olor a formol, las mesas y pilas blancas de gran tamaño con desagüe central incorporado para colocar la pieza en cuestión, los grifos de pescadería, los guantes y botas de fregar, el material, el ambiente helado, los fluorescentes parpadeando, el muerto en el centro y el profesor y los alumnos con cara de “esto da un asco que lo flipas” alrededor. Y la emoción iba in crescendo  alcanzando el momento de máxima tensión cuando, después de realizar grandes incisiones en el tórax con la hoja de bisturí, cortar las uniones costoesternales con tijeras de podar y separar pulmones y tráquea con los dedos, se realizaba un tajo enorme en y griega a la altura del hioides (en el cuello, donde la nuez) y por dentro se llegaba desde la laringe en sentido craneal hasta la lengua, entonces el anatomista traccionaba con fuerza por abajo y, de repente, la lengua desaparecía de la boca, para colocarse a modo de trofeo sobre la mesa congelada en la porción superior de una figura formada por los pulmones, la tráquea, la laringe y la faringe que recordaba a un pavo grandote. En ese instante, casi siempre, alguno de los estudiantes (generalmente un varón) perdía el control de la situación y caía desplomado sobre el suelo blanco de baldosas hexagonales.
Y aún dispongo de peores recuerdos: Un niño de unos seis o siete meses, blanco como la leche, en la mesa de disección del aula magna, la que parece un anfiteatro, del Anatómico Forense, y mi clase entera del Marañón entrando ordenadamente, todos nosotros muy muy callados, sobrecogidos, para sentarnos en las primeras filas.

Así, poco a poco, comenzó la vida laboral de los médicos españoles de mi generación, que nos hemos ido adaptando a casi todo con estoicismo, buscando el bienestar físico y mental de nuestra especie mientras vivimos películas de terror diarias. Un trabajo digno y duro, hoy escasamente valorado por una sociedad que se encuentra en la inopia intelectual más absoluta, reivindicativa de derechos, escasa de deberes y preocupada por la marca de sus zapatillas y el emplate gastronómico.






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