La Lámpara de Techo

Resulta curiosa la interpretación que hacen las personas de las imágenes o de las formas. Ese juego precioso de averiguar figuras en las nubes, el de las dos mariposas revoloteando y el viento incordiándolas, o el de aquella película antigua de Alain Delon, El Tulipán Negro, rodada en parte en Trujillo, donde por cierto sale guapísimo con su hermano gemelo, pegando saltos por escaleras y paredes de un salón inmenso mientras se balancea en una lámpara de techo tradicional de cinco candelabros y uno de los ojos tapado con un parche.
He pensado cambiar la mía del dormitorio pero me acuerdo de la secuencia y, como me divierte, abandonó la idea, cosa sorprendente en mí, porque tozuda soy un rato y cuando se me mete algo entre ceja y ceja me transformo en un gran martillo neumático. El nombre de su caballo lo he olvidado, la escena del silbido y la cabriola no, igual que recuerdo a Princesa, una yegua preciosa gris perla con manchitas blancas y también de color gris oscuro que subía los anchos escalones, cortos de altura, de El Tejar para comer terrones de azúcar de la mano con gran regocijo de todos los niños durante las sobremesas de verano. Aquel animal murió mayor. Hubo que sacrificarlo porque, al ponerse de manos un día, se cayó hacia atrás y se golpeó en la cabeza. 
Añoro esos tiempos de dulce de membrillo casero y helado de corte con tres sabores, macetas gigantes de color verde plagadas de hortensias, árboles frutales y ruido de chicharras. Lo menos hace ventiún años que no escucho ese soniquete, desde aquella excursión a Cazorla en la que increpé a Gaby, un amigo, que era el que conducía, con un “estás pillando tantos baches que creo que se me va a desinsertar la placenta”, y una expresión verbal jamás ha tenido un resultado tan inmediato. Es que las mujeres tenemos potentes armas afectivas cuando queremos, más aún si los estrógenos y la progesterona andan por las nubes durante la gestación.





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