Bárbara y el broche.-

Hoy quiero recordar a Bárbara una vez más porque sí. 
La vi por primera vez cuando yo tenía unos seis o siete años y ella unos treinta y cinco. Había venido a Madrid de visita. Nacida en Alemania, conoció a mi padre en Londres, porque él se marchó un mes para practicar el “pure british” en vivo y en directo, y se hicieron amigos rápidamente. Su cerebro era absolutamente prodigioso, igual que la agilidad observacional de sus lindos y alegres ojos azules y sus formas redondas y cariñosas. Mi madre y ella tardaron diez segundos en gustarse y un minuto en quererse. La observé despacio en aquel momento, con gran curiosidad infantil. Muchas cosas suyas me llamaron la atención: Su divertido acento al hablar castellano, su comunicación gestual algo más lenta que la nuestra, su cutis precioso, su capacidad para ir y venir del alemán al italiano, del inglés al español y del francés al alemán de nuevo como si estuviera limándose las uñas o bebiendo agua, el que viviera con su novio sin estar casada (estoy hablando de Madrid en 1971 o 1972), su forma de enternecerse con mi hermano y conmigo, su ropa modernilla algo hippie, su sofisticación intelectual entremezclada con sobriedad y cientos de cosas más.

Nuestra relación interpersonal (ella y yo y yo y ella) fue siempre algo maravilloso, de una empatía y una percepción de la mismidad de la otra descomunales, incluso a miles de kilómetros y casi sin hablar o contactar por correo.
Su don de gentes sobrepasaba todo lo que un ser humano se pueda imaginar. Su capacidad comunicativa oral alcanzaba la friolera de catorce lenguas (flamenco y chino incluidos) con gramática cuasiperfecta y escaso acento en seis de ellas para traducir a vuelapluma informes oficiales de la C.E.E. desde Bruselas, que era a lo que se dedicaba profesionalmente sin darse ningún pisto y menos aún autobombo.
Jamás pasaba desapercibida, disfrutaba del contacto humano en cualquier lugar y era de abrazo fácil y beso limpio, la antítesis del estereotipo germánico tan común. Se reía bromeando sobre la dificultad de nuestra lengua y la significativa diferencia entre “estar lejos” y “estar en la quinta puñeta”, e incluso sobre “San Saturio, la fealdad de sus partes pudendas y el dicho”.

Cuando yo ultimaba mi boda mi madre decidió que se quedara en nuestra casa y aquello sirvió para que fuera partícipe de todos los preparativos con gran intensidad. Como buena fotógrafa realizó todos esos disparos que solo alguien con sensibilidad artística puede desempeñar entre bastidores, sobrepasando con creces la perspectiva, calidad y belleza de las instantáneas de la persona que fue contratada para ello, porque sus imágenes siempre tuvieron duende. 
Se infectó de una hepatitis B que la convirtió en hepatópata de por vida (fue tratada con Interferón durante muchos años) y murió de repente, por estas fechas, de un tromboembolismo pulmonar. Yo me quedé sin hablar con ella de miles de cosas interesantes y hermosas y mis padres perdieron a una de sus mejores amigas.

Mi divorcio fue compartido del mismo modo que la boda y, no sé aún cómo, pero siempre supe que se encontraba conmigo en la distancia, rodeada de sus flores, sus gatos, su lago Constanza y sus cisnes.
Era también una gran enamorada de la música, como yo, y unas Navidades me regaló un vinilo de Leonard Cohen que guardo ahora con veneración, aunque por aquel entonces no me gustó demasiado, cosas de la edad.
Conservo de ella una fotografía en la que posa sonriente con un traje azul mar y un broche bañado en oro en forma de ocho que simula dos herraduras entrelazadas. La magia de la casualidad quiso que alguien me regalara uno idéntico, aunque no me percaté hasta mucho después de su marcha, mirando un día un álbum para entretenerme. Se me saltaron las lágrimas y luego sonreí ampliamente, como ahora. Existen personas de tal fortaleza mental que se hacen presentes de formas inverosímiles incluso cuando ya no están alrededor. 






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