La Eterna Incomprendida (versión actualizada de La Ilustre Fregona, con mis disculpas a Don Miguel)

No recuerdo traumas infantiles, aunque alguna pequeña batalla campal familiar sí se encuentra entre mis logros “tocafondillos” (y digo ”fondillos” coloquialmente, un “palabro” muy nuestro, muy de radióloga intentando no parecer demasiado soez).
Me sentí Calimera (y me siento) en múltiples ocasiones:
- Cuando después de que mi hermano explicaba cómo había realizado sus prácticas de circuitos y yo intentaba hacer partícipe a la familia de las mías, imitando el ruido de una radial al tocar el cráneo de un cadáver y emitiendo mi ropa un tufo a formol descomunal por el contacto de mis pincitas y mis guantes con el plexo braquial de un brazo anónimo algo descolorido, generalmente mis padres intentaban prestar atención mientras cenábamos tortilla de patatas con aire lánguido y su hijo torcía el gesto, pero se percibía cierta repulsión en el ambiente.
- Cuando con mi guitarra me paseaba por las distintas clases de E.G.B. acompañada del grupo de canto, los instrumentos de percusión y la monja encargada de dirigirnos para ensayar los villancicos de Navidad, generalmente mis amigas sonreían y el resto torcía el gesto, pero se percibía cierta repulsión en el ambiente.
- Cuando tenía lugar el concurso de verbos y mi equipo ganaba siempre se percibía cierta repulsión en el ambiente.
- Cuando chuleábamos a los niños de la “urba” tirándonos de cabeza para atrás en la parte honda de la piscina se percibía cierta repulsión en el ambiente.
- Cuando la prefecta comentaba las notas de evaluación se percibía cierta repulsión en el ambiente.

Lo cierto es que luego realizaba un Máster Gratuito en Atolondramiento y Estupidez para compensar el momento de subidón sináptico con un bajonazo tiroideo espectacular “esnofrándome” graciosamente por las escaleras del colegio contra el suelo de baldosa mientras protegía con mi cuerpo el de mi guitarra de Reyes para que ésta no se rompiera, o derrapando la BH recién engrasada a la entrada de Miranieve observando después el riachuelo que los dos litros de leche de la vaquería formaban en su descenso por la cuesta de la farmacia entre las risotadas de los chicos y el ruido de sus motos sin silenciador sincronizadas con el cencerro de la lechera durante su caída libre y con mi cara de estupor y mis rodillas rojo rutilante.





Y es que en mis tiempos la soberbia brillaba por su ausencia porque las curas de humildad eran diarias y numerosas. Los empollones (y las empollonas) es lo que tenemos, que en cierto modo hemos sido maltratados patente o subliminalmente, y curte, ¡vaya si curte!.
Sí, siempre ha habido algún (alguna) imbécil que, además de estudiar, aguantaba las lamentaciones de los amigos durante sus crisis afectivas las noches de Sábado Sabadete y después se peleaba con ellos y su babosería para llevarlos a casa sanos y salvos en sus borracheras sufrientes. Lo curioso es que recuerdo haberme divertido muchísimo, ¡qué boba!, a lo mejor pertenecía ya a una O.N.G. y no era consciente de ello.

“Oh pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios; pobres fingidos, tullidos falsos, cicateruelos de
Zocodover y de la plaza de Madrid, vistosos oracioneros, esportilleros de Sevilla, mandilejos
de la hampa, con toda la caterva inumerable que se encierra debajo deste nombre pícaro!,
bajad el toldo, amainad el brío, no os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la
academia de la pesca de los atunes”. 
De la primera página de La Ilustre Fregona, Miguel de Cervantes Saavedra.

 

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