Entre la Comida y la Merienda

Dos horas y media cumplidas escrupulosamente... Ese era el tiempo que nuestros padres nos obligaban a respetar antes de permitirnos hacer el cafre en la piscina de la urbanización de mis abuelos... No nos gustaba dormir la siesta y leíamos, reíamos silenciosamente o matábamos moscas con las chanclas (que eran pagadas bien: Un duro por cadáver). Un rato que siempre recuerdo denso en imágenes y escaso en movimientos, en el que se hacía necesario el estudio observacional minucioso y lento de la ruta aérea del díptero en cuestión para atacarle una única vez con el resultado final esperado. Sólo una, porque la goma golpeaba con fuerza el suelo cerámico y al segundo impacto sonoro algún adulto protestaba enérgicamente al no respetarse los instantes de reposo. Y aquello nos parecía normal, una rutina aprendida. No se hablaba en voz alta, no se tomaba el sol (era “malo para hacer la digestión”), no se jugaba a las cartas, nadie llamaba por teléfono y, si se veía la TV, era a un volumen ínfimo que ponía a prueba la audición imaginativa de cada uno. ¡Hasta Bonifacio permanecía silencioso en su jaula!.

Así, con el transcurso de los años, nos fuimos haciendo progresivamente ricos en recursos sociales: Cómo hablar por la ventana con nuestros amigos estando la persiana bajada y sin que nadie nos descubriera, cómo coger un helado del congelador sin que la puerta emitiera su “ñigo ñigo” pertinente, cómo hacer pis en el retrete sin que sonara y sin tirar de la cadena, cómo hacernos cosquillas sin reír a carcajadas, y un sinfín de cosas más. 
A veces teníamos la fortuna de que nos dejaban montar campamentos con las sillas del salón y las colchas de las camas, y entonces hojeábamos tebeos de Mortadelo y Filemón allí, pasando un calor exagerado en nuestro aparente escondite Sioux veraniego, pero, eso sí, disfrutando tanto como si de un parque de atracciones se hubiera tratado. Y es que la cotidianidad reinaba en casa y el entorno era simple y tranquilo. Sólo resta recordar el botijo blanco, el ruido ocasional de las chicharras y los ronquidos enérgicos de nuestro padre. Así eran las siestas, emocionantes, placenteras y repletas de anécdotas. Un momento sólo nuestro, de mi hermano y mío.




                             Juan Gris. “Cacatúa”.

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